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Miércoles 16 de abril

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Lectura de la Palabra de Dios

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

Si morimos con él, viviremos con él,
si perseveramos con él, con él reinaremos.

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

Mateo 26,14-25

Entonces uno de los Doce, llamado Judas Iscariote, fue donde los sumos sacerdotes, y les dijo: «¿Qué queréis darme, y yo os lo entregaré?» Ellos le asignaron treinta monedas de plata. Y desde ese momento andaba buscando una oportunidad para entregarle. El primer día de los Azimos, los discípulos se acercaron a Jesús y le dijeron: «¿Dónde quieres que te hagamos los preparativos para comer el cordero de Pascua?» El les dijo: «Id a la ciudad, a casa de fulano, y decidle: "El Maestro dice: Mi tiempo está cerca; en tu casa voy a celebrar la Pascua con mis discípulos."» Los discípulos hicieron lo que Jesús les había mandado, y prepararon la Pascua. Al atardecer, se puso a la mesa con los Doce. Y mientras comían, dijo: «Yo os aseguro que uno de vosotros me entregará.» Muy entristecidos, se pusieron a decirle uno por uno: «¿Acaso soy yo, Señor?» El respondió: «El que ha mojado conmigo la mano en el plato, ése me entregará. El Hijo del hombre se va, como está escrito de él, pero ¡ay de aquel por quien el Hijo del hombre es entregado! ¡Más le valdría a ese hombre no haber nacido!» Entonces preguntó Judas, el que iba a entregarle: «¿Soy yo acaso, Rabbí?» Dícele: «Sí, tú lo has dicho.»

 

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

Si morimos con él, viviremos con él,
si perseveramos con él, con él reinaremos.

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

La narración de la traición de Judas suscita siempre sentimientos de dolor y desconcierto. ¡Qué diferencia con María, que sólo unos días antes había ungido los pies de Jesús con un perfume precioso! Judas llega a vender a su Maestro por treinta denarios (el precio del rescate de un esclavo). Qué amargura hay en las palabras iniciales del Evangelio que hemos escuchado hoy: ¡"Uno de los doce"! Sí, uno de los más amigos. Uno a quien Jesús había elegido, amado y cuidado, a quien también había defendido de los ataques de los enemigos, y ahora precisamente él es quien va a venderle a ellos. El corazón de Judas se había dejado seducir poco a poco por la riqueza, aumentando así la distancia con el maestro hasta concebir la traición y ponerla en práctica. Por lo demás, Jesús había dicho claramente: "No podéis servir a Dios y al Dinero " (Mateo 6,24). Judas terminó por preferir el segundo y anduvo por este camino, pero la conclusión de esta aventura fue muy diferente de como la veía al principio. Tal vez la angustia para Judas comenzó precisamente con la preocupación de encontrar la forma y el momento para "entregar a Jesús." El momento estaba al llegar, habría coincidido con la Pascua, con el momento en que se inmolaba el cordero en recuerdo de la liberación de la esclavitud de Egipto. Jesús sabe perfectamente lo que le espera en aquella Pascua, hasta el punto de decir: "Mi tiempo está cerca". Pide a los discípulos que preparen la cena pascual, la cena del cordero. Con esta decisión, Jesús muestra que en verdad no es Judas quien le "entrega" a los sacerdotes. Es lo contrario: es Jesús mismo quien se "entrega" a la muerte por amor a los hombres. Jesús habría podido alejarse de Jerusalén, retirarse a un lugar desierto y sin duda habría escapado de la captura. Pero no lo hizo, sino que se quedó en Jerusalén. La noche que precede a la noche en que Dios liberó a su pueblo de la esclavitud de Egipto, Jesús decide celebrar la cena en la que los judíos recuerdan la decisión de Dios que se volvía a apropiar de su pueblo. Mientras los discípulos están en la mesa, Jesús rompe el ambiente alegre con el que normalmente se celebra este evento y habla abiertamente de la traición que está a punto de consumarse contra él. La anuncia, pero no la obstaculiza, por su parte no hay voluntad de escapar. Él quiere sólo el amor, si acaso, como dice la Escritura, Jesús puede repetir: "No quiero la muerte del pecador, sino que se convierta y viva". La pregunta de amor puesta por Jesús esa noche, sigue resonando en los oídos de todos los discípulos, incluso de todos los hombres: la pasión de Jesús no ha terminado, y la necesidad de amor sube sobre todo de los pobres, los débiles, los que están solos, los condenados, de quienes tienen la vida martirizada por la maldad. Todos tenemos que tener cuidado de alejar de nosotros aquel instinto de traición que se encuentra en el corazón de cada uno. Incluso Judas esa noche, para ocultar sus sentimientos a los demás, se atrevió a decir: "¿Soy yo acaso, Rabbí?”. Preguntémosnos sobre nuestras traiciones, no para dejarnos aplastar, sino para unirnos aun más a Jesús, que sigue soportando los pecados del mundo sobre sus espaldas. También los nuestros.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.