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Memoria de Jesús crucificado
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Memoria de Jesús crucificado

Recuerdo de san Atanasio (259-373), obispo de Alejandría de Egipto. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de Jesús crucificado
Viernes 2 de mayo

Recuerdo de san Atanasio (259-373), obispo de Alejandría de Egipto.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Juan 6,1-15

Después de esto, se fue Jesús a la otra ribera del mar de Galilea, el de Tiberíades, y mucha gente le seguía porque veían las señales que realizaba en los enfermos. Subió Jesús al monte y se sentó allí en compañía de sus discípulos. Estaba próxima la Pascua, la fiesta de los judíos. Al levantar Jesús los ojos y ver que venía hacia él mucha gente, dice a Felipe: «¿Donde vamos a comprar panes para que coman éstos?» Se lo decía para probarle, porque él sabía lo que iba a hacer. Felipe le contestó: «Doscientos denarios de pan no bastan para que cada uno tome un poco.» Le dice uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro: «Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero ¿qué es eso para tantos?» Dijo Jesús: «Haced que se recueste la gente.» Había en el lugar mucha hierba. Se recostaron, pues, los hombres en número de unos 5.000. Tomó entonces Jesús los panes y, después de dar gracias, los repartió entre los que estaban recostados y lo mismo los peces, todo lo que quisieron. Cuando se saciaron, dice a sus discípulos: «Recoged los trozos sobrantes para que nada se pierda.» Los recogieron, pues, y llenaron doce canastos con los trozos de los cinco panes de cebada que sobraron a los que habían comido. Al ver la gente la señal que había realizado, decía: «Este es verdaderamente el profeta que iba a venir al mundo.» Dándose cuenta Jesús de que intentaban venir a tomarle por la fuerza para hacerle rey, huyó de nuevo al monte él solo.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El pasaje evangélico refiere el milagro de la multiplicación de los panes según el Evangelio de Juan. El evangelista destaca la gran multitud que sigue a Jesús a causa de los "signos" que realizaba en los enfermos. Aquellas multitudes intuían que Jesús era un hombre bueno y fuerte, que ayudaba y curaba a los que habían perdido la salud y la esperanza. Jesús, por su parte, se daba cuenta de esta sed de amor que subía desde la gente. El evangelista escribe, como para subrayar la actitud de misericordia, que Jesús "levanta los ojos" y ve a mucha gente que viene hacia él. No es como nosotros, que solemos tener los ojos dirigidos sólo hacia nosotros mismos y nuestros asuntos. Jesús nos pide que levantemos, junto a él, los ojos de la concentración que tenemos sobre nosotros mismos para que podamos darnos cuenta de los que sufren y necesitan ayuda. No son los discípulos quienes se dan cuenta de la necesidad de comer que esas multitudes tienen, sino Jesús, que pregunta a Felipe dónde comprarán el pan para dar de comer a todas aquellas personas. El apóstol Felipe no sabe hacer otra cosa que recalcar la imposibilidad de encontrar el pan para poder dar de comer a tanta gente. Era la observación más obvia, pero también la más resignada. Andrés, presente en la conversación, se adelanta y dice que sólo hay cinco panes de cebada y dos peces, prácticamente nada. Por lo tanto, para ellos el discurso está cerrado. Pero ellos aún no habían comprendido que "lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios". También nosotros deberíamos recordar a menudo estas palabras, en lugar de resignarnos tranquilamente ante las dificultades. Pero Jesús, que se deja conducir por el amor apasionado por la gente, no se resigna. Les ordena que hagan que se recueste aquella multitud y se abre el escenario de un gran banquete donde todos son saciados de modo gratuito. El evangelista evoca la celebración de la Eucaristía en el gesto y en las palabras de Jesús. Aquellos panes puestos en las manos de Jesús, el compasivo, son suficientes para todos. A diferencia de la narración de los Evangelios Sinópticos, aquí el evangelista hace actuar a Jesús en solitario, es él quien toma los panes, los multiplica y los distribuye. Es como para subrayar que hay una relación directa entre el pastor y las ovejas. Son hermosas las palabras del Papa Francisco a los sacerdotes, pero que todos podemos acoger: "Es necesario salir... a las "periferias” donde hay sufrimiento, sangre derramada, ceguera que desea ver, prisioneros de muchos dueños malvados... Quien no sale de sí mismo, en vez de ser mediador, se convierte poco a poco en un intermediario, un gestor. Yo os pido: sed pastores con el olor a las ovejas". Tenemos que ir hacia las periferias, hacia los que esperan amor, justicia y paz. Pongamos nuestros pocos panes en las manos de Jesús y el milagro sucede. Las manos de Jesús, él es quien multiplica y distribuye, no se quedan nada para sí mismas, sino que están acostumbradas a abrirse, a ser generosas. Él multiplica nuestra debilidad. El milagro continúa si nosotros, como aquel niño, abandonamos la mezquindad de los discípulos y ponemos en las manos del Señor los pobres panes de cebada que poseemos. La multitud quería proclamarle rey, pero él huyó al monte solo. Jesús no quiere despreciar la urgencia del pan, sino que hace hincapié en la necesidad de alimentarse de un pan eterno: la amistad con él.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.