ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Iglesia
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia
Jueves 24 de julio


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Mateo 13,10-17

Y acercándose los discípulos le dijeron: «¿Por qué les hablas en parábolas?» El les respondió: «Es que a vosotros se os ha dado el conocer los misterios del Reino de los Cielos, pero a ellos no. Porque a quien tiene se le dará y le sobrará; pero a quien no tiene, aun lo que tiene se le quitará. Por eso les hablo en parábolas, porque viendo no ven, y oyendo no oyen ni entienden. En ellos se cumple la profecía de Isaías: Oír, oiréis, pero no entenderéis,
mirar, miraréis, pero no veréis.
Porque se ha embotado el corazón de este pueblo,
han hecho duros sus oídos, y sus ojos han cerrado;
no sea que vean con sus ojos,
con sus oídos oigan,
con su corazón entiendan y se conviertan,
y yo los sane.
«¡Pero dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen! Pues os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Jesús hablaba en parábolas no para ocultar el misterio sino para llegar al corazón y la inteligencia de quien le escuchaba. A quien tiene se le dará. Pero a quien no tiene, aun lo que tiene se le quitará. Como para el signo de Jonás: si sé reconocerlo es el único porque lo explica todo, de lo contrario me quedo sin él. Es el problema de los ojos que no ven y de las orejas que no oyen. Lo tenemos todo, creemos que lo entendemos todo, y a veces incluso creemos que entendemos más, que a nosotros no nos engañan, pero en realidad no sabemos percatarnos de la presencia de Dios en nuestra vida. Nuestro corazón se ha vuelto insensible. ¿Cómo ha podido pasar? El corazón se vuelve insensible si no lo cuidamos, si pensamos solo en nosotros mismos, si buscamos nuestro rostro, nuestra imagen. Y al final no nos percatamos de lo que se nos da. Jesús no puede ceder a la lógica del egocentrismo. Los misterios del Reino son revelados a los pequeños, mientras que los sabios y los inteligente no los saben comprender. Tienen que volverse pequeños. Tienen que elegir el camino de la humildad, que al fin y al cabo es el camino de ser nosotros mismos, pues en realidad somos débiles. Solo así las palabras se volverán cercanas y personales. La primera parábola es la del sembrador. Esta parábola, que está presente también en los otros dos sinópticos, es emblemática de la relación entre el corazón y la Palabra de Dios. El sembrador tira con abundancia la semilla, sin preocuparse por elegir el terreno. Solo las semillas que caen sobre tierra buena dan un fruto abundante, que tal vez compensa la pérdida anterior. Jesús, aunque no lo diga, se compara con el sembrador. Es suya, típicamente suya, y no nuestra, la generosidad mostrada al tirar las semillas. Sin duda aquel sembrador no es un frío calculador. Podríamos decir incluso que "desperdicia" la semilla. Parece, por otra parte, que muestre confianza también hacia aquellos terrenos que son más un camino o un lugar pedregoso que un lugar arado y disponible. Pero él tira la semilla por todas partes. Quién sabe, quizás en una rendija aquella semilla podría arraigar antes de que el "maligno" llegue y se la lleve. Para el sembrador todos los terrenos son importantes. Tan importantes, tal vez, como la misma semilla. El terreno es el corazón de los hombres, y la semilla es la Palabra de Dios. La semilla viene de las alturas, no nace espontáneamente de la tierra, no es el producto natural y espontáneo de una especie de sentimiento religioso. La Palabra viene de fuera. Pero entra muy adentro del terreno, de algún modo ambos se convierten en una sola cosa; la semilla no se convierte en un cuerpo extraño. Si esta palabra es acogida da frutos impensados.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.