ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Iglesia
Palabra de dios todos los dias

Memoria de la Iglesia

Recuerdo de san Maximiliano Kolbe, sacerdote mártir del amor, que en el campo de concentración de Auschwitz aceptó morir para salvar la vida de otro hombre. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia
Jueves 14 de agosto

Recuerdo de san Maximiliano Kolbe, sacerdote mártir del amor, que en el campo de concentración de Auschwitz aceptó morir para salvar la vida de otro hombre.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Mateo 18,21-19,1

Pedro se acercó entonces y le dijo: «Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces?» Dícele Jesús: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.» «Por eso el Reino de los Cielos es semejante a un rey que quiso ajustar cuentas con sus siervos. Al empezar a ajustarlas, le fue presentado uno que le debía 10.000 talentos. Como no tenía con qué pagar, ordenó el señor que fuese vendido él, su mujer y sus hijos y todo cuanto tenía, y que se le pagase. Entonces el siervo se echó a sus pies, y postrado le decía: "Ten paciencia conmigo, que todo te lo pagaré." Movido a compasión el señor de aquel siervo, le dejó en libertad y le perdonó la deuda. Al salir de allí aquel siervo se encontró con uno de sus compañeros, que le debía cien denarios; le agarró y, ahogándole, le decía: "Paga lo que debes." Su compañero, cayendo a sus pies, le suplicaba: "Ten paciencia conmigo, que ya te pagaré." Pero él no quiso, sino que fue y le echó en la cárcel, hasta que pagase lo que debía. Al ver sus compañeros lo ocurrido, se entristecieron mucho, y fueron a contar a su señor todo lo sucedido. Su señor entonces le mandó llamar y le dijo: "Siervo malvado, yo te perdoné a ti toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también compadecerte de tu compañero, del mismo modo que yo me compadecí de ti?" Y encolerizado su señor, le entregó a los verdugos hasta que pagase todo lo que le debía. Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano.» Y sucedió que, cuando acabó Jesús estos discursos, partió de Galilea y fue a la región de Judea, al otro lado del Jordán.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Pedro se muestra dispuesto a soportar las ofensas recibidas más de lo estipulado. Decir "siete veces" significa totalidad, generosidad en la concesión del perdón. Cree que es ejemplar. Pero Jesús contesta aboliendo toda medida. El perdón es como el amor: no tiene límites. El Señor le impone a Pedro que perdone setenta veces siete, es decir, siempre. No basta con ser generoso. También la generosidad debe ser ilimitada. Una propuesta de ese estilo no la podemos entender como una regla, no la podemos reducir a una contabilidad. Solo la podemos comprender en el amor. Un padre, una madre perdonan a su hijo infinitas veces y no dejan de tener esperanza en que cambie, porque no pueden aceptar que sea condenado sin perdón. Y Jesús narra una parábola con la que contrapone la lógica del cálculo y de la venganza con la del amor y el perdón sin límites. En el Evangelio se ve claramente la convicción de que solo de ese modo se pone fin al mecanismo que regenera continuamente el pecado, la división y la venganza entre los hombres. La fuerza perversa del mal, del odio, de la guerra, no enreda solo a los violentos, sino que vuelve violentos a todos los que alcanza. Los encierra en una lógica de la que no se sale ni siquiera con una medida abundante de perdón, como las siete veces de Pedro. Jesús, al ver la perplejidad de Pedro, habla de un rey que pide cuentas a sus siervos. Uno tiene una deuda enorme: diez mil talentos. El siervo apunta una promesa que nunca podrá mantener. Todos somos disipadores de bienes no nuestros. Por eso somos deudores, como aquel siervo, y hemos acumulado ante el señor una deuda enorme. ¿Cómo? Ante todo pensando que somos señores de cuanto se nos ha confiado. También por la atracción adolescente y desconsiderada por el riesgo, que termina por no dar valor a nada. O bien por la embriaguez de la abundancia, que lleva solo a consumir las cosas como una droga, y nos convierte en súbditos de la lógica de la satisfacción. Jesús nos recuerda que todos somos deudores y que solo la compasión del señor puede saldar la deuda. Si sentimos personalmente esta conciencia podremos transmitir a otros la misericordia. Pero si nos volvemos prisioneros de la misma mentalidad que permite acumular una deuda enorme, entonces miramos con dureza a quien pide algo. Nosotros, que nos defendemos rápidamente, sabemos ser exigentes e inflexibles ante las peticiones de los demás. La condena de aquel siervo es durísima. En realidad él mismo se excluye de la misericordia.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.