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Recuerdo de los atentados terroristas de EEUU; recuerdo de las víctimas del terrorismo y de la violencia, y oración por la paz. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia
Jueves 11 de septiembre

Recuerdo de los atentados terroristas de EEUU; recuerdo de las víctimas del terrorismo y de la violencia, y oración por la paz.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas 6,27-38

«Pero yo os digo a los que me escucháis: Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os difamen. Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite el manto, no le niegues la túnica. A todo el que te pida, da, y al que tome lo tuyo, no se lo reclames. Y lo que queráis que os hagan los hombres, hacédselo vosotros igualmente. Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? Pues también los pecadores aman a los que les aman. Si hacéis bien a los que os lo hacen a vosotros, ¿qué mérito tenéis? ¡También los pecadores hacen otro tanto! Si prestáis a aquellos de quienes esperáis recibir, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a los pecadores para recibir lo correspondiente. Más bien, amad a vuestros enemigos; haced el bien, y prestad sin esperar nada a cambio; y vuestra recompensa será grande, y seréis hijos del Altísimo, porque él es bueno con los ingratos y los perversos. «Sed compasivos, como vuestro Padre es compasivo. No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados. Dad y se os dará; una medida buena, apretada, remecida, rebosante pondrán en el halda de vuestros vestidos. Porque con la medida con que midáis se os medirá.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El pasaje evangélico de hoy refiere la segunda parte del discurso de Jesús que el evangelista Lucas sitúa en la llanura y no en el monte como hace Mateo. Si en la primera parte Jesús se dirige directamente a los discípulos, ahora habla a todo el mundo, "los que me escucháis", es decir, a aquella muchedumbre de pobres y de enfermos llegados de todas partes (Lc 6,17-19). Nadie queda fuera del Evangelio, del camino de salvación, de la felicidad que indica Jesús. Y Jesús propone a todo el mundo un ideal alto, exigente, que a ojos de algunos es incluso irrealizable. Sin duda exhortan a un amor que va más allá de todo cálculo, más allá de toda presunta sensatez. Y empieza pronunciando palabras que nadie había dicho antes: "Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien". Es una exhortación realmente ajena a la cultura de este mundo y, por eso, a menudo es motivo de burla. Algunos pueden llegar a sugerir que son palabras hermosas pero no realistas. No obstante, solo en estas palabras el mundo puede encontrar su salvación, solo desde esta perspectiva se pueden encontrar motivos para detener las guerras y, sobre todo, impulso para construir la paz y la convivencia entre los hombres y entre los pueblos. Para Jesús no existen enemigos a los que odiar y combatir. Para él y, por tanto, para todo discípulo, solo existen hermanos y hermanas a los que amar, o en todo caso, corregir, y a los que ayudar siempre en el camino de la salvación. La razón de fondo de las palabras de Jesús consiste en el ejemplo mismo de Dios, que, antes que nadie, es misericordioso y benévolo con todos, incluso con "los desagradecidos y los perversos". El ideal que presenta Jesús a quienes lo escuchan es tan alto como el cielo, y por eso dice: "Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo". No es una exhortación moral; es un estilo de vida. De ese estilo de vida depende nuestra salvación. Y luego añade lo que se ha llamado la "regla de oro": "tratad a los hombres como queréis que ellos os traten" (v. 31). Esta "regla" está presente en todas las religiones y podemos realmente considerarla como una espina dorsal que une profundamente las relaciones entre los hombres y entre los pueblos. Cuanto más presente se tiene dicha regla, más hermosas y pacíficas son las relaciones. En la actitud que acabamos de mencionar se extirpa el veneno de la autorreferencialidad que lleva al conflicto. Esa decisión comporta la conversión del corazón y, por tanto, también del comportamiento y de la misma vida. De corazones nuevos surge una vida nueva para todos. Por eso Jesús exhorta a "no juzgar" y a "no condenar", sino más bien a perdonar y a dar con "una medida buena, apretada, remecida, rebosante". El que se comporta así, recibe a su vez la misma medida.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.