ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de Jesús crucificado
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de Jesús crucificado
Viernes 19 de septiembre


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas 8,1-3

Y sucedió a continuación que iba por ciudades y pueblos, proclamando y anunciando la Buena Nueva del Reino de Dios; le acompañaban los Doce, y algunas mujeres que habían sido curadas de espíritus malignos y enfermedades: María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios, Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes, Susana y otras muchas que les servían con sus bienes.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El evangelista, como si quisiera ofrecer una imagen sintética del ministerio apostólico, muestra a Jesús como un predicador itinerante en compañía de los "Doce" y de algunas mujeres. Es la aplicación de la acción pastoral que el evangelista ya ha indicado anteriormente: va de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo para anunciar la buena noticia del reino. Jesús decide tener a su lado no solo a los Doce sino también a algunas mujeres. Es una decisión que ejemplifica el nuevo estilo que Jesús ha venido a instaurar. Solo Lucas lo destaca. Aquellas mujeres, escribe el evangelista, "habían sido curadas de espíritus malignos y enfermedades", y habían decidido seguir a Jesús y poner todos sus bienes a su servicio y al servicio de los discípulos. En ese sentido formaban parte a título pleno de aquel nuevo grupo que Jesús había creado, y que había convertido en una auténtica comunidad. Esta indicación del evangelista es importante porque muestra que Jesús iba más allá de las costumbres de su tiempo. En efecto, para la costumbre rabínica de la época era impensable que las mujeres entraran en el círculo de los discípulos. Jesús, en contra de la mentalidad de la época, las asocia a su misión, como se ve también en otras páginas evangélicas. Lucas nombra a tres: María, llamada Magdalena, que había sido liberada de "siete demonios", es decir, un considerable número de espíritus malignos; Juana, una mujer próxima al rey Herodes, que será citada en la narración de la resurrección; y Susana, de quien no hay noticias. Probablemente era mujeres acomodadas que, atraídas por la predicación de Jesús, pusieron sus riquezas al servicio del Maestro y del pequeño grupo. Ya en estas pocas líneas se ve claramente el primado del discipulado que ayuda a superar todas las barreras, incluso las que parecen más difíciles de franquear, como podía ser la poca consideración que la mentalidad de la época reservaba a las mujeres. Para Jesús lo importante es ser discípulo. Y el discipulado confiere a cada persona la verdadera y más importante dignidad: la de anunciar el Evangelio y dar testimonio del amor que reciben todos los discípulos, más allá de distinciones. Es una dignidad y al mismo tiempo una tarea, una vocación que nos une a la misma misión de Jesús. No hay que olvidar que la primera a la que Jesús confió la tarea de comunicar la resurrección fue precisamente María Magdalena. Por eso la ortodoxia la llama "la apóstola de los apóstoles". Aquellas mujeres, junto a María, la madre de Jesús, muestran hasta qué punto también hoy la Iglesia necesita a las mujeres y su "genio femenino" para presentar al mundo el misterio de amor de Dios. Cuando hablamos del amor, cuando hablamos de dar la vida, de la misericordia y de custodiar la comunidad cristiana aquellas mujeres proponen un replanteamiento a toda la Iglesia tanto en su vida interna como en su misión en el mundo.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.