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Recuerdo de la deportación de los judíos de Roma durante la Segunda Guerra Mundial. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia
Jueves 16 de octubre

Recuerdo de la deportación de los judíos de Roma durante la Segunda Guerra Mundial.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas 11,47-54

«¡Ay de vosotros, porque edificáis los sepulcros de los profetas que vuestros padres mataron! Por tanto, sois testigos y estáis de acuerdo con las obras de vuestros padres; porque ellos los mataron y vosotros edificáis. «Por eso dijo la Sabiduría de Dios: Les enviaré profetas y apóstoles, y a algunos los matarán y perseguirán, para que se pidan cuentas a esta generación de la sangre de todos los profetas derramada desde la creación del mundo, desde la sangre de Abel hasta la sangre de Zacarías, el que pereció entre el altar y el Santuario. Sí, os aseguro que se pedirán cuentas a esta generación. «¡Ay de vosotros, los legistas, que os habéis llevado la llave de la ciencia! No entrasteis vosotros, y a los que están entrando se lo habéis impedido.» Y cuando salió de allí, comenzaron los escribas y fariseos a acosarle implacablemente y hacerle hablar de muchas cosas, buscando, con insidias, cazar alguna palabra de su boca.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Jesús continúa su polémica contra los fariseos y los escribas con las dos últimas invectivas. Estos, no contentos con imponer a los demás obligaciones que ellos mismos no cumplen, tienen la misma actitud que aquellos judíos que no escucharon a los profetas y los asesinaron. Pero actuando así cierran la entrada al reino tanto para ellos como para los demás. Poseen la llave del conocimiento religioso, pero no son capaces de abrir el camino hacia Dios y, lo que es aún peor, cierran la puerta a los humildes y los débiles que buscan la salvación. Esa es la acusación más grave. En toda la historia bíblica Dios se presenta como defensor de los pobres y los débiles. Y quien les ofende a ellos, ofende al mismo Dios. Lo que hay escrito a ese propósito en la tradición veterotestamentaria, se cumple en la predicación de Jesús, que llega incluso a identificarse con los pobres y los débiles. Por eso estas palabras severas dirigidas a los escribas y a los fariseos deben despertar también en nosotros gran atención, empezando por quien tiene responsabilidades en la comunidad cristiana. La palabra evangélica nos pide a todos que seamos responsables los unos de los otros y sobre todo de los pobres. Es un deber de cada creyente amar a los demás con responsabilidad y atención. Y es asimismo un derecho, en primer lugar de los pobres, ser amado y defendido. Hay, pues, una corresponsabilidad "generacional"; nadie puede decir que es ajeno a lo que pasa en el tiempo que se le ha concedido vivir. Así pues, también nosotros somos corresponsables –cada uno a su manera, evidentemente– de aquellos que tenemos a nuestro lado. Existe una responsabilidad recíproca entre los hermanos y las hermanas de la comunidad cristiana. Se podría decir que en la comunidad cada uno forma parte del rebaño y al mismo tiempo de los pastores. En ese sentido se supera aquel clima clerical que atribuye la responsabilidad de la comunidad únicamente al clero. No, la familia de Dios es precisamente una familia, y cada uno es guardián del otro. La respuesta de Caín ("¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?", Gn 4,9) no forma parte de un espíritu familiar. En realidad, el espíritu familiar para el creyente se extiende a todos los pueblos. Los creyentes tienen la responsabilidad de hacer crecer la fraternidad entre los pueblos. Esa responsabilidad crece en la medida en la que se extiende el mal por el mundo. Y todos debemos prestar atención a aquellos "profetas", a aquellas personas enviadas por Dios, que de vez en cuando son enviadas para sacudir nuestra conciencia que a veces está adormecida. A nosotros se nos pedirán cuentas sobre qué hemos hecho con la profecía que contienen las Escrituras y con los profetas que el Señor continúa enviando al mundo. Podríamos recibir una culpa incluso mayor que la de los escribas y los fariseos, ya que fueron muchos, los profetas y mártires que el siglo pasado dieron testimonio de la primacía de Dios hasta la muerte. ¿Y no los hay también en nuestros días? Hemos recibido muchos testimonios, hemos recibido muchos dones, hemos tenido hermanos y hermanas que nos han dado su cariño y han sido buenos con nosotros. Ellos nos han abierto el camino del Evangelio del amor. El Señor nos pide que no nos quedemos paralizados, que no estemos pendientes solo de nosotros mismos, sino que nos dejemos guiar por el camino de cambiar el corazón.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.