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Memoria de la Madre del Señor
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Memoria de la Madre del Señor

Recuerdo de la dedicación de las basílicas romanas de San Pedro del Vaticano y de San Pablo Extramuros. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor
Martes 18 de noviembre

Recuerdo de la dedicación de las basílicas romanas de San Pedro del Vaticano y de San Pablo Extramuros.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas 19,1-10

Habiendo entrado en Jericó, atravesaba la ciudad. Había un hombre llamado Zaqueo, que era jefe de publicanos, y rico. Trataba de ver quién era Jesús, pero no podía a causa de la gente, porque era de pequeña estatura. Se adelantó corriendo y se subió a un sicómoro para verle, pues iba a pasar por allí. Y cuando Jesús llegó a aquel sitio, alzando la vista, le dijo: «Zaqueo, baja pronto; porque conviene que hoy me quede yo en tu casa.» Se apresuró a bajar y le recibió con alegría. Al verlo, todos murmuraban diciendo: «Ha ido a hospedarse a casa de un hombre pecador.» Zaqueo, puesto en pie, dijo al Señor: «Daré, Señor, la mitad de mis bienes a los pobres; y si en algo defraudé a alguien, le devolveré el cuádruplo.» Jesús le dijo: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque también éste es hijo de Abraham, pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Jesús entra en Jericó. Los arqueólogos la definen como la ciudad más antigua del mundo, como si fuera el símbolo de toda ciudad. Jericó, en efecto, es una etapa fundamental del "viaje de Jesús"; es la última etapa antes de Jerusalén. Situada en la frontera de Perea, era un punto estratégico de la administración romana de Palestina. Por eso no era difícil encontrar funcionarios imperiales, hombres del ejército y alcabaleros. Jesús entra en ella no de manera distraída como nos pasa a menudo a nosotros cuando recorremos las calles de nuestras ciudades. Él siempre está atento a las personas. Sabe que todos necesitan amor y salvación. No hay nadie que sea extraño a su corazón. Se siente pastor de todos. El evangelista Lucas –y este pasaje lo encontramos solo en su Evangelio– habla de Zaqueo, un publicano, conocido pecador, pero que quería verle. Podríamos decir que el evangelista quiere interpretar el alma de aquel hombre rico y pecador como una inquietud religiosa. Pero Zaqueo era de baja estatura. Un poco como todos nosotros, que estamos demasiado apegados a la tierra, demasiado preocupados por nuestras cosas materiales y que caminamos cabizbajos. Zaqueo, sin embargo, tiene una inquietud espiritual que lo lleva a subir un poco más arriba. Solo así puede ver a Jesús. No basta solo con que hagamos algún pequeño cambio, poniéndonos de puntillas pero quedándonos donde estamos. Para ver a Jesús tenemos que subir un poco, es decir, tenemos que salir de la confusión de la muchedumbre, ir más allá de las costumbres en las que muchas veces nos acomodamos. Nos quedamos abajo, continuamos siendo presos de nosotros mismos y de la mentalidad del mundo. Zaqueo sube a un árbol. Eso fue suficiente. Fue Jesús, quien lo vio. Si primero era él, quien quería ver a Jesús, luego sucedió lo contrario. Es Jesús, quien alza los ojos y ve. Todo aquel que busque al Señor –no importa ni cómo ni con quién– se da cuenta de que Él lo ha encontrado. No lo buscaríamos si no lo hubiéramos ya encontrado, nos confirma toda la tradición espiritual de la Iglesia. Jesús, pasando bajo el sicómoro, levantó los ojos, vio a Zaqueo y lo llamó por su nombre. Lo invitó a bajar y le pidió que lo acogiera en su casa. Esta vez el hombre rico no se fue triste; al contrario, bajó de prisa y acogió a Jesús en su casa. Tras encontrarse con Jesús, Zaqueo ya no era como antes: era un hombre feliz y tenía un corazón nuevo, más generoso. De hecho, decidió dar la mitad de sus bienes a los pobres. Ni dijo: "Doy todo lo que tengo". Bastó la mitad. Cada uno, de hecho, debe encontrar su medida. Lo que importa es seguir al Señor. La historia de Zaqueo nos invita a cada uno de nosotros a acoger al Señor y a encontrar nuestra medida en la caridad.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.