ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Madre del Señor
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor
Martes 23 de diciembre


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Malaquías 3,1-4.23-24

He aquí que yo envío a mi mensajero a allanar el camino delante de mí, y enseguida vendrá a su Templo el Señor a quien vosotros buscáis; y el Angel de la alianza, que vosotros deseáis, he aquí que viene, dice Yahveh Sebaot. ¿Quién podrá soportar el Día de su venida? ¿Quién se tendrá en pie cuando aparezca? Porque es él como fuego de fundidor y como lejía de lavandero. Se sentará para fundir y purgar. Purificará a los hijos de Leví y los acrisolará como el oro y la plata; y serán para Yahveh los que presentan la oblación en justicia. Entonces será grata a Yahveh la oblación de Judá y de Jerusalén, como en los días de antaño, como en los años antiguos. He aquí que yo os envío al profeta Elías antes que llegue el Día de Yahveh, grande y terrible. El hará volver el corazón de los padres a los hijos, y el corazón de los hijos a los padres; no sea que venga yo a herir la tierra de anatema.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

La liturgia nos hace escuchar estas palabras del profeta Malaquías mientras nos encontramos a las puertas de la Navidad. El profeta Malaquías vivió durante la reconstrucción del segundo Templo, en la segunda mitad del siglo V. No obstante, la reconstrucción del Templo no impidió que el pueblo siguiese una vida religiosamente decadente, y hasta los mismos sacerdotes que lo servían habían cedido a la corrupción. En definitiva, una fuerte estridencia se advertía entre la restauración exterior del templo y la profusa corrupción de la mayoría. Un pequeño resto se interrogaba sobre dónde había acabado la justicia de Dios. Y he aquí que el profeta anuncia que el Señor enviará a un profeta para preparar Su propia venida. Aquel día, cuando el Señor mismo venga, será un día “grande y terrible” (v.23). El purificará el templo y sus sacerdotes, y pronunciará su juicio sobre los malvados. El profeta que precede la venida del Señor es identificado con Elías, una convicción que atravesará los siglos sucesivos y que todavía está presente en tiempos de Jesús. Es singular que Malaquías, el último profeta del Antiguo Testamento, parece introducir al primero del Nuevo Testamento, Juan Bautista, llamado a preparar los caminos para la llegada del Mesías. El evangelista Juan refiere esta afirmación del Bautista: “Yo soy la voz del que clama en el desierto: Rectificad el camino del Señor, como dijo el profeta Isaías” (Jn 1, 23). La Escritura parece insistir en la necesidad de que haya un profeta que prepare el encuentro con el Mesías. Podemos decir que todos necesitamos la palabra de un profeta para que nuestro corazón se abra para acoger al Señor. La fe no es un ejercicio de esfuerzo personal, no es el fruto de nuestras capacidades ascéticas. El apóstol Pablo aclara bien cómo actúa la fe. Esta nace de algo que está fuera de nosotros y que nosotros podemos acoger en el momento en que se nos da gratuitamente. Escribe Pablo: “la fe viene de la predicación, y la predicación, por la palabra de Cristo” (Rm 10,17). En la inminencia de la Navidad, esta palabra profética nos exhorta a no encerrarnos en nosotros mismos y a dilatar el corazón liberándolo de todo empache de egocentrismo para hacer espacio el Señor que viene.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.