ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los santos y de los profetas
Palabra de dios todos los dias

Memoria de los santos y de los profetas

Oración por la unidad de las Iglesias. Recuerdo especial de las Iglesias de la Comunión anglicana. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas
Miércoles 21 de enero

Oración por la unidad de las Iglesias. Recuerdo especial de las Iglesias de la Comunión anglicana.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hebreos 7,1-3.15-17

En efecto, este Melquisedec, rey de Salem, sacerdote de Dios Altísimo, que salió al encuentro de Abraham cuando regresaba de la derrota de los reyes, y le bendijo, al cual dio Abraham el diezmo de todo, y cuyo nombre significa, en primer lugar, «rey de justicia» y, además, rey de Salem, es decir, «rey de paz», sin padre, ni madre, ni genealogía, sin comienzo de días, ni fin de vida, asemejado al Hijo de Dios, permanece sacerdote para siempre. Todo esto es mucho más evidente aún si surge otro sacerdote a semejanza de Melquisedec, que lo sea, no por ley de prescripción carnal, sino según la fuerza de una vida indestructible. De hecho, está atestiguado: Tú eres sacerdote para siempre, a semejanza de Melquisedec.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

En el pasaje actual el autor motiva el lazo del sacerdocio de Jesús con el de Melquisedec más que con el levítico, al que hacía referencia Aarón y su descendencia. De hecho, en la parte que falta del capítulo, en los versículos 4-14, se explica la relación de Jesús con Melquisedec y no con Aarón. Nos encontramos ante una cuestión crucial que reunía a la comunidad cristiana de descendencia judía y a los pertenecientes a Israel. El Templo de Jerusalén ya había sido destruido por los romanos, y con el templo había terminado todo el aparato de culto ligado al mismo: es decir, los diferentes tipos de sacrificios y de ofertas prescritas por la ley y en parte enumeradas en el libro de Levítico. ¿Qué sentido tiene entonces el sacerdocio levítico? ¿Qué valor mantienen los sacrificios ligados al templo si ya no existe la posibilidad de ofrecer los sacrificios? La Carta a los Hebreos afronta estas preguntas uniendo directamente el sacrificio único e irrepetible de Jesús sobre la cruz, por el que Él mismo -como ya hemos visto anteriormente- se convierte en víctima y sacerdote, no a la descendencia de Aarón y por tanto a los sacrificios del templo de Jerusalén, sino a Melquisedec. La intervención de Dios en la historia se convierte así en un nuevo inicio, evoca las promesas de Dios hechas a Ahabrán antes incluso que a Aarón. Pero ¿quién es Melquisedec? Es “rey de justicia” (sedeq en hebreo significa justicia), y después también “rey de Salem” (Jerusalén), es decir rey de paz. Él es presentado como más allá de la historia de Israel, como precursor de las promesas de Dios y del sacerdocio de Cristo. Por esto Jesús representa “otro sacerdote” (versículo 15) al de Israel que se remonta a Aarón. Y es un sacerdocio indestructible, porque no se ha realizado según una descendencia humana. En el salmo 110 el salmista canta: “Tú eres por siempre sacerdote, según el orden de Melquisedec”. Jesús es el sacerdote de la humanidad, sacerdote universal, que ha venido para todos. Por tanto, todos nos incluimos en este sacerdocio: con el bautismo, todo cristiano se convierte en “sacerdote, rey y profeta”. Y todos juntos somos un pueblo de sacerdotes, reyes y profetas en virtud del único sacrificio de Cristo, que nos ha hecho partícipes de su misma vida divina. Permanezcamos en este pueblo para ser también nosotros portadores de las promesas de Dios. Sacerdotes, porque somos instrumentos de comunión con la vida divina que con el bautismo ha entrado en nosotros. Reyes, porque recibimos la fuerza de realeza del Señor mediante su gracia. Profetas, llamados a comunicar la alegría del Evangelio de Cristo muerto y resucitado por nosotros.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.