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Recuerdo de Andrea Santoro, sacerdote romano asesinado en Trebisonda, Turquía. Leer más

Libretto DEL GIORNO
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Jueves 5 de febrero

Recuerdo de Andrea Santoro, sacerdote romano asesinado en Trebisonda, Turquía.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hebreos 12,18-19.21-24

No os habéis acercado a una realidad sensible: fuego ardiente, oscuridad, tinieblas, huracán, sonido de trompeta y a un ruido de palabras tal, que suplicaron los que lo oyeron no se les hablara más. Tan terrible era el espectáculo, que el mismo Moisés dijo: Espantado estoy y temblando. Vosotros, en cambio, os habéis acercado al monte Sión, a la ciudad de Dios vivo, la Jerusalén celestial, y a miríadas de ángeles, reunión solemne y asamblea de los primogénitos inscritos en los cielos, y a Dios, juez universal, y a los espíritus de los justos llegados ya a su consumación, y a Jesús, mediador de una nueva Alianza, y a la aspersión purificadora de una sangre que habla mejor que la de Abel.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

La Carta advierte a los cristianos de no poner en peligro la fe: su condena sería más grave que la que afectó a los israelitas infieles en el desierto. Éstos, de hecho, tienen una disculpa mayor porque recibieron una revelación más atemorizadora en comparación con la de los cristianos, más elevada y serena. La revelación del Sinaí, que tuvo lugar entre fenómenos impresionantes como el fuego, la tempestad, el terremoto, y el toque de trompetas, fue un espectáculo duro, hasta el punto de que Moisés exclamó: “Espantado estoy y temblando” (12, 21). El autor describe la revelación en el Sinaí con tonos fuertes y duros a propósito. Ni siquiera nombra a Dios, y evita recordar la elevada categoría moral del decálogo. Aún menos habla de la cercanía a Dios de la que pudo gozar Moisés. La Carta quiere subrayar la diferencia de la revelación cristiana respecto a la del monte Sinaí, y la describe de manera totalmente distinta: “Vosotros, en cambio, os habéis acercado al monte Sión, ciudad del Dios vivo, la Jerusalén celestial, y a miríadas de ángeles, reunión solemne, y a la asamblea de los primogénitos inscritos en los cielos” (12, 22). En este escenario festivo y pacífico, la nueva alianza se lleva a cabo por medio de una voz que viene del cielo: es la voz de Dios, que en el juicio final hará temblar el cielo y la tierra para hacer un lugar al reino “inconmovible”, el cual sustituye a la creación visible ya agotada (12,27). Nos encontramos en la conclusión del capítulo, que suena como una advertencia a los cristianos a permanecer fieles a la nueva alianza, escuchando la voz de Dios y no a sí mismos. Los creyentes deben estar atentos para no “apartarse del que habla”: su condena sería mucho más amarga que la de los israelitas. Sí, la nueva alianza, aunque no se ha realizado plenamente, ya está presente mediante “un culto a Dios que le sea grato” (12, 28). En la Santa Liturgia, en efecto, el reino que esperamos para el día del juicio final se hace ya presente. Es lo que viven aquellos que se “acercan en la fe”. Por el contrario, aquellos que “se alejan” tienen preparada una condena definitiva. Para los creyentes, la gran transformación escatológica ya se ha cumplido, y hay que estar atentos para no volverse atrás a mirar las cosas pasadas: si lo hacemos, corremos el riesgo de pasar nosotros también con las cosas que pasan. Oración por la Iglesia

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.