ORACIÓN CADA DÍA

Oración de la Pascua
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Oración de la Pascua
Miércoles 8 de abril


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Cristo ha resucitado de entre los muertos y no muere más!
El nos espera en Galilea!

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas 24,13-35

Aquel mismo día iban dos de ellos a un pueblo llamado Emaús, que distaba sesenta estadios de Jerusalén, y conversaban entre sí sobre todo lo que había pasado. Y sucedió que, mientras ellos conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió con ellos; pero sus ojos estaban retenidos para que no le conocieran. El les dijo: «¿De qué discutís entre vosotros mientras vais andando?» Ellos se pararon con aire entristecido. Uno de ellos llamado Cleofás le respondió: «¿Eres tú el único residente en Jerusalén que no sabe las cosas que estos días han pasado en ella?» El les dijo: «¿Qué cosas?» Ellos le dijeron: «Lo de Jesús el Nazoreo, que fue un profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y de todo el pueblo; cómo nuestros sumos sacerdotes y magistrados le condenaron a muerte y le crucificaron. Nosotros esperábamos que sería él el que iba a librar a Israel; pero, con todas estas cosas, llevamos ya tres días desde que esto pasó. El caso es que algunas mujeres de las nuestras nos han sobresaltado, porque fueron de madrugada al sepulcro, y, al no hallar su cuerpo, vinieron diciendo que hasta habían visto una aparición de ángeles, que decían que él vivía. Fueron también algunos de los nuestros al sepulcro y lo hallaron tal como las mujeres habían dicho, pero a él no le vieron.» El les dijo: «¡Oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?» Y, empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras. Al acercarse al pueblo a donde iban, él hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le forzaron diciéndole: «Quédate con nosotros, porque atardece y el día ya ha declinado.» Y entró a quedarse con ellos. Y sucedió que, cuando se puso a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero él desapareció de su lado. Se dijeron uno a otro: «¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?» Y, levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén y encontraron reunidos a los Once y a los que estaban con ellos, que decían: «¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!» Ellos, por su parte, contaron lo que había pasado en el camino y cómo le habían conocido en la fracción del pan.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Cristo ha resucitado de entre los muertos y no muere más!
El nos espera en Galilea!

Aleluya, aleluya, aleluya.

La Iglesia nos hace permanecer aún dentro de la Pascua con la narración de Emaús: no debemos alejarnos de ella, sino volver a vivirla para degustar el misterio de salvación para nosotros y para el mundo. Podríamos decir que el viaje de los dos discípulos continúa con nosotros. Su tristeza es parecida a la nuestra, a la de tantos hombres y mujeres que viven aplastados por el dolor y por la violencia. ¿Cuántos, también hoy, cediendo a la resignación de que nada puede cambiar, como aquellos dos discípulos, regresan a su pueblo pequeño, a sus ocupaciones y se encierran en sus intereses personales? Es verdad que no faltan motivos para resignarse: el Evangelio mismo es derrotado por el mal a menudo. Todos vemos que con frecuencia el odio vence al amor, el mal al bien y la indiferencia a la compasión. Pero viene entre nosotros un extranjero, sí, uno que no se ha resignado a la mentalidad del mundo y que por eso le es extranjero, el cual se pone a nuestro lado. Cierto que es acogido, y es necesario que comiences un diálogo con él. Es lo que sucede al abrir las Santas Escrituras y al empezar a escuchar. Al principio hay una reprobación, es decir, surge una distancia entre aquellas palabras elevadas y nuestra pereza, nuestro pecado, nuestra resignación a todo lo que vivimos y a todo lo que sucede en el mundo. Pero si seguimos escuchando a aquel extranjero, si seguimos abriendo los oídos y el corazón a sus palabras, también nosotros, junto a aquellos dos, sentiremos que nuestro corazón se calienta en nuestro pecho y que la tristeza que nos domina desaparece. Necesitamos escuchar las palabras evangélicas para borrar de nuestra mente los pensamientos banales que nos impiden ver los signos de los tiempos. El Evangelio escuchado y meditado es la luz que aclara nuestros ojos para ver el diseño de Dios y es además el fuego que enciende el corazón para descubrir la pasión de cambiar el mundo. Tras el largo diálogo con aquel extranjero, estamos ya al final del viaje, sale de su corazón una oración simple: “Quédate con nosotros”. El Evangelio no pasa sin efecto. Quien lo escucha vuelve a encontrar la oración y Jesús la escucha con prontitud. Él mismo había sugerido a los discípulos: “Pedid y recibiréis” (Jn 16,24); y en el Apocalipsis: “Si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3,20). Aquella noche de Pascua Jesús entra a cenar con los dos y mientras parte el pan le reconocen. Al ver aquel gesto de “partir el pan”, que Jesús había realizado en la última cena, los dos reconocen al Maestro. Ya no estaba encerrado en la tumba, al contrario, les acompañaba por las calles del mundo. En efecto, enseguida salen para comunicar el Evangelio de la resurrección a los otros hermanos. María le reconoce mientras la llama por su nombre y los dos de Emaús mientras parte el pan con ellos. La Eucaristía es para nosotros la Pascua, el momento del encuentro con el Resucitado, junto a María y a los dos de Emaús.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.