ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los santos y de los profetas
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas
Miércoles 12 de agosto


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Deuteronomio 34,1-12

Moisés subió de las Estepas de Moab al monte Nebo, cumbre del Pisgá, frente a Jericó, y Yahveh le mostró la tierra entera: Galaad hasta Dan, todo Neftalí, la tierra de Efraím y de Manasés, toda la tierra de Judá, hasta el mar Occidental, el Négueb, la vega del valle de Jericó, ciudad de las palmeras, hasta Soar. Y Yahveh le dijo: "Esta es la tierra que bajo juramento prometí a Abraham, Isaac y Jacob, diciendo: A tu descendencia se la daré. Te dejo verla con tus ojos, pero no pasarás a ella." Allí murió Moisés, servidor de Yahveh, en el país de Moab, como había dispuesto Yahveh. Le enterró en el Valle, en el País de Moab, frente a Bet Peor. Nadie hasta hoy ha conocido su tumba. Tenía Moisés 120 años cuando murió; y no se había apagado su ojo ni se había perdido su vigor. Los israelitas lloraron a Moisés treinta días en las Estepas de Moab; cumplieron así los días de llanto por el duelo de Moisés. Josué, hijo de Nun, estaba lleno del espíritu de sabiduría, porque Moisés le había impuesto las manos. A él obedecieron los israelitas, cumpliendo la orden que Yahveh había dado a Moisés. No ha vuelto a surgir en Israel un profeta como Moisés, a quien Yahveh trataba cara a cara, nadie como él en todas las señales y prodigios que Yahveh le envió a realizar en el país de Egipto, contra Faraón, todos sus siervos y todo su país, y en la mano tan fuerte y el gran terror que Moisés puso por obra a los ojos de todo Israel.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Dios solo le muestra a Moisés todo el país que había buscado y soñado después de que Moisés hablara al pueblo y encomendara su cometido a quien iba a sucederle. No poseer, no tocar, no ver con la experiencia material no significa no alegrarse y no encontrar aquello en lo que tanto se ha creído y por lo que tanto se ha trabajado. ¡Es totalmente cierto que poseer no significa entender y conservar! ¡Cuántas decepciones provoca el orgullo, que nos hace creer que es nuestro todo aquello de lo que nos adueñamos, y nos hace creer que es inútil lo que no controlamos nosotros! De ese modo hacemos que la esperanza no sea posible y no sabemos disfrutar de todo lo que tenemos. Moisés subió al monte Nebo y desde allí el Señor le enseñó todo el país. El Señor parece que quiere asegurarle a Moisés que su esperanza y los frutos de su camino no se han perdido porque no los poseerá directamente. Dios promete lo que en realidad busca el hombre: el futuro, la descendencia, lo que irá más allá del límite personal de cada uno. No es ninguna casualidad que el Deuteronomio explique que a pesar de los años sus ojos no se habían apagado y no había menguado su vigor. Josué continúa después de él, porque Moisés le había impuesto las manos. Quien quiere conservar todo lo que tiene lo pierde él y se lo quita a los demás. El libro comenta que nunca más ha salido en Israel un profeta como Moisés, aquel con el que el Señor hablaba cara a cara. Y no obstante, no se sabe dónde está su tumba. Hasta el final pensó, humildemente, que no era más que un siervo de Dios. Por eso permanecen sus frutos. Dejar para los demás, seguir lo que nos dice el Señor, aunque nos parezca humanamente poco o incluso decepcionante, es la verdadera respuesta a la pregunta de eternidad y de plenitud que contiene en ella misma nuestra vida.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.