ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de Jesús crucificado
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de Jesús crucificado
Viernes 29 de enero


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

2Samuel 11,1-4.5-10.13-17

A la vuelta del año, al tiempo que los reyes salen a campaña, envió David a Joab con sus veteranos y todo Israel. Derrotaron a los ammonitas y pusieron sitio a Rabbá, mientras David se quedó en Jerusalén. Un atardecer se levantó David de su lecho y se paseaba por el terrado de la casa del rey cuando vio desde lo alto del terrado a una mujer que se estaba bañando. Era una mujer muy hermosa. Mandó David para informarse sobre la mujer y le dijeron: "Es Betsabé, hija de Eliam, mujer de Urías el hitita." David envió gente que la trajese; llegó donde David y él se acostó con ella, cuando acababa de purificarse de sus reglas. Y ella se volvió a su casa. La mujer quedó embarazada y envió a decir a David: "Estoy encinta." David mandó decir a Joab: "Envíame a Urías el hitita." Joab envió a Urías adonde David. Llegó Urías donde él y David le preguntó por Joab, y por el ejército y por la marcha de la guerra. Y dijo David a Urías: "Baja a tu casa y lava tus pies." Salió Urías de la casa del rey, seguido de un obsequio de la mesa real. Pero Urías se acostó a la entrada de la casa del rey, con la guardia de su señor, y no bajó a su casa. Avisaron a David: "Urías no ha bajado a su casa." Preguntó David a Urías: "¿No vienes de un viaje? ¿Por qué no has bajado a tu casa? le invitó David a comer con él y le hizo beber hasta emborracharse. Por la tarde salió y se acostó en el lecho, con la guardia de su señor, pero no bajó a su casa. A la mañana siguiente escribió David una carta a Joab y se la envió por medio de Urías. En la carta había escrito: "Poned a Urías frente a lo más reñido de la batalla y retiraos de detrás de él para que sea herido y muera." Estaba Joab asediando la ciudad y colocó a Urías en el sitio en que sabía que estaban los hombres más valientes. Los hombres de la ciudad hicieron una salida y atacaron a Joab; cayeron algunos del ejército de entre los veteranos de David; y murió también Urías el hitita.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El texto relata el humillante pecado de David. No ha sido un acto único y puntual, sino una culpable cadena que le ha hecho caer cada vez más en lo bajo, hasta llegar al abismo del homicidio: la tentación, ceder, el adulterio, la traición de uno de sus más valientes oficiales, el cinismo y la simulación posterior y la injusticia perpetrada. Son las etapas que muestran la ilimitada capacidad del corazón humano para hacer el mal si no está vigilante y dispuesto a romper la cadena de las tentaciones. El trágico acontecimiento comienza con el deseo de solaz con que el rey quiere pasar la primavera que se acerca, tiempo en que los soberanos solían ir a la guerra (v. 1). Mientras manda a su ejército a combatir contra los Amonitas, él permanece en Jerusalén para gozar de su reposo. Es la primera etapa de la tentación. La decisión de pensar en sus satisfacciones lleva a David a encaminarse por la vía del pecado. Se detiene a mirar a una mujer que hace el baño ritual (v. 3), complacido y cegado, pone todo tipo de atenciones para tenerla sin reparar en nada, ni en Dios que le había sido favorable, ni en su situación de ungido elegido y cabeza de la nación, ni en el mal que se hace a sí mismo y a los demás. Por otra parte, la situación era igualmente incómoda ante la ley, de la que ni siquiera el rey podía huir, porque castigaba el adulterio con la muerte (Lv 20, 10; Dt 22, 22). Al saber que Betsabé se ha quedado encinta, David trata de remediarlo a toda costa, pero su corazón se ha endurecido: ya no piensa ni en Dios ni en los demás. Sólo le mueve la urgencia por salvarse de esta incómoda situación, y desarrolla su plan: tomar para sí la mujer de uno de sus compañeros más antiguos y fieles, y mandarlo a morir en la batalla. Nunca como ahora el texto bíblico había descrito de forma tan viva la triste realidad del hombre que, por miedo de afrontar sus responsabilidades, trata de quitarse de encima el peso que le atormenta sin atender a las ulteriores injusticias que inflige a personas completamente inocentes con tal de salvarse a sí mismo. Sin embargo, emerge la nobleza de los sentimientos de Urías, que no quiere gozar de las comodidades ofrecidas por David para que se una a la mujer y evite así el escándalo de un hijo de adulterio. Pero al regreso del frente Urías no quiere ir a casa y pasa la noche a las puertas de la casa del rey, para compartir la suerte de sus soldados en el frente. La actitud de Urías contrasta fuertemente con la ceguera de David, que está arrollado por el pecado y por la lógica de salvarse sólo a sí mismo. Completamente sobrecogido, David siente que sólo tiene una posibilidad: eliminar a Urías. De esta forma sigue cayendo en el pecado cada vez más bajo. Escribe una breve y gélida carta a Joab con indicaciones precisas para que deje morir al oficial en el campo de batalla. Urías morirá (v. 17) y David toma consigo a Betsabé, que se hizo su mujer y le dio un hijo. Pero lo que David hizo "desagradó al Señor" (vv. 26-27). A los demás podía esconder la gravedad de su crimen, pero no a Dios que "ve el corazón" (1 S 16, 7).

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.