ORACIÓN CADA DÍA

Oración de la Pascua
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Oración de la Pascua
Miércoles 30 de marzo


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Cristo ha resucitado de entre los muertos y no muere más!
El nos espera en Galilea!

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hechos de los Apóstoles 3,1-10

Pedro y Juan subían al Templo para la oración de la hora nona. Había un hombre, tullido desde su nacimiento, al que llevaban y ponían todos los días junto a la puerta del Templo llamada Hermosa para que pidiera limosna a los que entraban en el Templo. Este, al ver a Pedro y a Juan que iban a entrar en el Templo, les pidió una limosna. Pedro fijó en él la mirada juntamente con Juan, y le dijo: «Míranos.» El les miraba con fijeza esperando recibir algo de ellos. Pedro le dijo: «No tengo plata ni oro; pero lo que tengo, te doy: en nombre de Jesucristo, el Nazoreo, ponte a andar.» Y tomándole de la mano derecha le levantó. Al instante cobraron fuerza sus pies y tobillos, y de un salto se puso en pie y andaba. Entró con ellos en el Templo andando, saltando y alabando a Dios. Todo el pueblo le vio cómo andaba y alababa a Dios; le reconocían, pues él era el que pedía limosna sentado junto a la puerta Hermosa del Templo. Y se quedaron llenos de estupor y asombro por lo que había sucedido.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Cristo ha resucitado de entre los muertos y no muere más!
El nos espera en Galilea!

Aleluya, aleluya, aleluya.

Esta página de los Hechos de los Apóstoles nos relata la primera salida del cenáculo de Pedro y Juan para ir al Templo. Podríamos decir que son los primeros pasos de la comunidad nacida de Pentecostés, los primeros que dan los apóstoles sin la presencia visible del Maestro. Tal vez los apóstoles recuerdan las primeras enseñanzas de Jesús, las que narra el capítulo 6 de Marcos: "Y llama a los Doce y comenzó a enviarlos de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus inmundos". Poniendo en práctica esta palabra, Pedro y Juan van juntos al Templo. Su concordia, su amor, su común pasión por el Evangelio son el primer testimonio, la primera predicación. Y así debe ser para toda comunidad cristiana que quiere seguir al Señor Jesús. Pedro y Juan son los dos primeros que se mueven, y es necesario que la comunidad cristiana de cada generación siga sus pasos. También nuestra comunidad, en este inicio de milenio, en este año que el papa Francisco ha proclamado año de la misericordia. Ellos llegan a la "puerta Hermosa" del Templo y ven a un hombre inválido de nacimiento. Tiene cuarenta años, de los que tal vez ha pasado la mayor parte allí tendiendo la mano. Estaba fuera del Templo. No podía entrar no sólo por su incapacidad de moverse, sino también porque estaba enfermo. Un triste y cruel proverbio de aquellos tiempos decía: "El ciego y el cojo no entrarán". Y por desgracia todavía hoy muchos pobres (a veces se trata de países enteros) se ven obligados a no entrar, a quedarse a la puerta de los ricos y contentarse con las migajas o con alguna mísera limosna. Probablemente aquel inválido no espera más que algo de limosna de esos dos discípulos que tenía delante. Pero la misericordia de Dios que había invadido el corazón de Pedro y Juan hace milagros, y aquel tullido no recibe una limosna sino la curación. Pedro le mira a los ojos. Esto ya es una indicación: mirar a los ojos significa descender al corazón del otro. Y además le dice: "En nombre de Jesucristo, el Nazoreo, echa a andar", y al mismo tiempo le da la mano derecha y lo levanta. El texto indica: "Lo levantó", como si lo despertara del sueño de la tristeza. Esas dos manos que se cruzan son como el icono de la Iglesia que nace del Evangelio, que dibuja el Concilio Vaticano II, que testimonia el papa Francisco. Este tipo de amor evangélico, que brota directamente de Dios y de la fuerza del Espíritu, obra siempre el milagro.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.