ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Iglesia
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia
Jueves 6 de octubre


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Gálatas 3,1-5

¡Oh insensatos gálatas! ¿Quién os fascinó a vosotros, a cuyos ojos fue presentado Jesucristo crucificado? Quiero saber de vosotros una sola cosa: ¿recibisteis el Espíritu por las obras de la ley o por la fe en la predicación? ¿Tan insensatos sois? Comenzando por espíritu, ¿termináis ahora en carne? ¿Habéis pasado en vano por tales experiencias? ¡Pues bien en vano sería! El que os otorga, pues, el Espíritu y obra milagros entre vosotros, ¿lo hace porque observáis la ley o porque tenéis fe en la predicación?

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

En los dos primeros capítulos de la Epístola, Pablo ha defendido su autoridad apostólica que las insinuaciones de falsos maestros habían puesto en peligro. Después de haber demostrado que tanto el apostolado como el Evangelio los ha recibido directamente de Cristo, pasa a defender el contenido del mensaje. Y lo hace mostrando los frutos que los mismos gálatas han experimentado en su vida por acción del Espíritu Santo. Lo que se ha producido en ellos no es por las obras de la ley, sino por la predicación del Evangelio. Es la fe lo que les ha permitido haber "pasado por tales experiencias" (3,4). El Evangelio, en efecto, es una palabra eficaz: libra del pecado y da una vida nueva. En las mismas Escrituras está plasmada esta increíble fuerza del Evangelio. El apóstol parte de la historia de Abrahán, que se justificó no por las obras, sino por la fe. Y apostrofa con dureza a los cristianos: "¡Gálatas insensatos!". Realmente aprecia a los gálatas. Quiere defenderles de la insensatez y les dice que la verdad del Evangelio es una sola: Cristo crucificado. Quien mira al Crucificado es preservado de la insensatez porque comprende la distancia que lo separa de un amor tan extraordinario como el de Jesús; un amor tan desmesurado que le lleva a morir por nosotros. Frente al misterio de esta muerte, ¿cómo podemos pensar que lo que nos salva son nuestras obras? Es como si comparásemos nuestras acciones, siempre mezquinas, con el amor de Jesús por nosotros. ¿Quién de nosotros ha amado hasta la muerte en cruz? Pablo nos advierte de que si olvidamos la predicación de "Jesucristo crucificado" prevalece de nuevo el orgullo y con él la ceguera: vemos más nuestras obras que el amor sobreabundante de Dios. Es la predicación del Evangelio lo que ha hecho posibles las obras que llevan a cabo los cristianos. El Espíritu Santo derramado en nuestros corazones obra en nosotros y nos permite hacer "cosas grandes". El mismo Jesús dice a los discípulos: "El que crea en mí, hará él también las obras que yo hago, y hará mayores aún» (Jn 14,12). No tenemos que sorprendernos por la ambición que Jesús tiene por nosotros. Lo que se nos pide es que nos dejemos guiar por el Espíritu Santo que hará, incluso a través de lo poco que somos, cosas grandes. San Ignacio de Antioquía, mientras era llevado a Roma para recibir el martirio, decía: "El cristianismo no es cuestión de persuasión, sino de grandeza", la grandeza de las "obras grandes" del amor.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.