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Memoria de los santos y de los profetas
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Memoria de los santos y de los profetas

Recuerdo de la dedicación de la catedral de Roma, la basílica de los santos Juan Bautista y Juan Evangelista en Letrán. Oración por la Iglesia de Roma. Recuerdo de la "noche de los cristales rotos", inicio de la persecución nazi contra los judíos. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas
Miércoles 9 de noviembre

Recuerdo de la dedicación de la catedral de Roma, la basílica de los santos Juan Bautista y Juan Evangelista en Letrán. Oración por la Iglesia de Roma. Recuerdo de la "noche de los cristales rotos", inicio de la persecución nazi contra los judíos.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Tito 3,1-7

Amonéstales que vivan sumisos a los magistrados y a las autoridades, que les obedezcan y estén prontos para toda obra buena; que no injurien a nadie, que no sean pendencieros sino apacibles, mostrando una perfecta mansedumbre con todos los hombres. Pues también nosotros fuimos en algún tiempo insensatos, desobedientes, descarriados, esclavos de toda suerte de pasiones y placeres, viviendo en malicia y envidia, aborrecibles y aborreciéndonos unos a otros. Mas cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor a los hombres, él nos salvó, no por obras de justicia que hubiésemos hecho nosotros, sino según su misericordia, por medio del baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo, que derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador, para que, justificados por su gracia, fuésemos constituidos herederos, en esperanza, de vida eterna.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Tito debe recordar a los cristianos que deben obediencia y sumisión a las autoridades, aunque sean paganas, sabiendo que –Pablo lo escribe claramente en la Epístola a los Romanos– toda autoridad viene de Dios. Luego invita a los cristianos a tener una paciencia indulgente ante las acusaciones y las calumnias, el desprecio y los resentimientos que sufrían por parte de los paganos. Pablo le pide que exhorte a sus fieles a que "estén prontos para toda obra buena; que no injurien a nadie ni sean pendencieros, sino apacibles, mostrando una perfecta mansedumbre con todos los hombres". Son palabras que todos los cristianos deberían guardar en su corazón, entre otras cosas porque no hace mucho también los cristianos se comportaban como paganos, de manera "insensata", es decir, sin orientación alguna y esclavos del pecado. Jamás debemos olvidar la situación de pecado en la que estábamos y de la que hemos sido salvado por gracia: cuando «se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor a los hombres, él nos salvó, no por obras de justicia que hubiésemos hecho nosotros, sino según su misericordia» (vv. 4-5). Si el creyente acoge con fe el amor de Dios, y se confía a Jesús, es salvado de la perdición con el «baño de regeneración». El cristiano "nació de Dios" (cfr. Jn 1,12s). De este «baño de regeneración» surge la «renovación del Espíritu Santo, que derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador». La regeneración significa que Dios hace un cambio radical en la vida del creyente. Y eso lo debemos al amor de Dios. De ahí la admonición del apóstol, que ya había hecho a los cristianos de Corinto: «¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿a qué gloriarte cual si no lo hubieras recibido?» (1 Co 4,7). Con la regeneración a la nueva vida recibimos otro gran don: la herencia de la "vida eterna". A los gálatas, el apóstol les escribe: con el «baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo» hemos recibido «la condición de hijos… Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!... y, si eres hijo, también heredero por voluntad de Dios» (Ga 4,5-7).

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.