ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Iglesia
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia
Jueves 1 de diciembre


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Salmo 117 (118), 1.8-9.19-21.25-27

1 ¡Dad gracias al Señor, porque es bueno,
  porque es eterno su amor!

8 Mejor refugiarse en el Señor
  que poner la confianza en el hombre;

9 mejor refugiarse en el Señor
  que poner la confianza en los nobles.

19 ¡Abridme las puertas de justicia,
  y entraré dando gracias al Señor!

20 Aquí está la puerta del Señor,
  los justos entrarán por ella.

21 Te doy gracias por escucharme,
  por haber sido mi salvación.

25 ¡Señor, danos la salvación!
  ¡Danos el éxito, Señor!

26 ¡Bendito el que entra en nombre del Señor!
  Os bendecimos desde la Casa del Señor.

27 El Señor es Dios, él nos ilumina.
  ¡Cerrad la procesión, ramos en mano,
  hasta los ángulos del altar!

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El salmo 117 es un himno de acción de gracias a Dios por parte de Israel por haber sido liberado de los enemigos. La liturgia judía lo relaciona con la fiesta otoñal de las Tiendas, conmemoración de la permanencia de Israel en el desierto. El salmo se abre con una invitación en forma de letanía a alabar al Señor: “¡Dad gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterno su amor!” (vv.1-4). Una vez más está la invitación a cantar la misericordia de Dios. El Dios de Israel parece no poder estar sin el hombre, sin inclinarse ante él, sin buscarlo, sin defenderlo de los enemigos, sin liberarle de la derrota. Y el salmista subraya que esta misericordia no sólo es gratuita sino también “eterna”. En medio de la facilidad de nuestras traiciones y de la fragilidad de nuestra vida, el salmo invita a contemplar y a gozar de la misericordia de Dios: “es eterno su amor”. El salmista relata su experiencia: en la angustia ha gritado al Señor y el Señor lo llevó a salvo (v.5); los pueblos enemigos lo han rodeado como avispas, come fuego que devora las zarzas, pero en el nombre del Señor los ha derrotado (vv. 11-12); el Señor le ha probado duramente, pero no lo ha entregado a la muerte (v.18). Varias veces se interrumpe para proclamar su fe en el Señor: “Mi fuerza y mi canto es el Señor, él fue mi salvación” (v.14), y aún: “El Señor está por mí, no temo, ¿qué puede hacerme el hombre?” (v.6). Y afirma con gran sabiduría: “Mejor refugiarse en el Señor que poner la confianza en el hombre; mejor refugiarse en el Señor que poner la confianza en los nobles” (vv.8-9). Su verdadera seguridad está sólo en el Señor, cuyo amor es para siempre. Sin embargo, en su necedad, con bastante frecuencia el hombre no lo reconoce; a veces incluso lo desprecia y lo aleja. Sin embargo, Dios sigue enviando los signos de su amor, aunque nosotros, cegados por el orgullo y por la poca fe, no los reconozcamos. Incluso los alejamos, los expulsamos. El salmista advierte: “La piedra que desecharon los albañiles se ha convertido en la piedra angular” (v. 22). Jesús ha retomado esta metáfora y se la ha aplicado a sí mismo; desgraciadamente, todavía hoy es rechazado y descartado. Pero sigue siendo la piedra angular elegida por Dios para construir un pueblo nuevo capaz de amar. El salmo concluye con algunas aclamaciones retomadas por los Evangelios para la entrada de Jesús en Jerusalén: “Bendito el que entra en nombre del Señor” (v. 26). La piedra angular ha sido acogida para la edificación de la nueva Jerusalén. De ella san Efrén cantaba: “Dichosas tus puertas abiertas completamente, tus atrios abiertos de par en par, para que todos nosotros encontremos un lugar. En tus calles cantan todos los pueblos. Los gentiles, corazones duros, corazones de piedra, alaban y aclaman la Piedra descartada por los constructores que se ha convertido en piedra angular. Conmovidas ante la Piedra, las piedras gritan”.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.