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Oración por la Paz
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En la Basílica de Santa María en Trastevere se reza por la paz. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Oración por la Paz
Lunes 19 de diciembre

En la Basílica de Santa María en Trastevere se reza por la paz.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Salmo 70 (71), 3-6.16-17

3 Sé mi roca de refugio,
  alcázar donde me salve,
  pues tú eres mi peña y mi alcázar.

4 ¡Líbrame, Dios mío, de la mano del impío,
  de las garras del perverso y el violento!

5 Pues tú eres mi esperanza, Señor,
  mi confianza desde joven, Señor.

6 En ti busco apoyo desde el vientre,
  eres mi fuerza desde el seno materno.
  ¡A ti dirijo siempre mi alabanza!

16 Publicaré las proezas del Señor,
  recordaré tu justicia, tuya sólo.

17 ¡Oh Dios, me has instruido desde joven,
  y he anunciado hasta hoy tus maravillas!.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El salmo expresa la oración de un anciano que vive una vejez atormentada: experimenta la debilidad y el miedo, y teme la soledad y el abandono. Es una situación que también hoy viven un increíble número de ancianos. Si en el tiempo del salmista pocos llegaban a una edad avanzada, hoy la vida se ha alargado mucho y el riesgo del abandono se ha multiplicado. ¡Cuántos ancianos podrían pronunciar, y con frecuencia lo hacen, la misma invocación del salmista: “No me rechaces ahora que soy viejo, no me abandones cuando decae mi vigor” (v. 9) y también: “Ahora, viejo y con canas, ¡no me abandones, Dios mío!” (v.18)! El creyente anciano confiesa con franqueza su propio malestar y constata que aun habiendo sido fiel al Señor no vive una vejez feliz. Ha seguido confiando en Dios: “tú eres mi esperanza, Señor, mi confianza desde joven” (v. 5), pero ahora siente el abandono y el escarnio de los enemigos que le acechan y se burlan de él por su honestidad y su fidelidad. ¿De qué ha servido creer? Sin embargo, el salmista -que expone su problema a Dios- no desespera y ni reniega en absoluto de su pasado; es más, renueva su confianza y su esperanza en el Señor. Y es precisamente en la relación firme y continua con su Señor donde el anciano descubre una nueva tarea, una nueva vocación: dar testimonio de la esperanza en el Señor mientras faltan todos esos apoyos que en otras edades parecían sostenerla. El anciano creyente puede seguir contando las maravillas de Dios incluso en una edad en la que muchas ilusiones fallan: “Pero yo esperaré sin cesar, reiteraré tus alabanzas; mi boca publicará tu justicia, todo el día tu salvación. Publicaré las proezas del Señor … he anunciado hasta hoy tus maravillas …” (vv. 14-17). Acogiendo la palabra de Dios vuelven la frescura y la esperanza. Es esta la verdadera juventud del espíritu. La calidad de la vida se mide por el amor y la esperanza, no por la edad. Para el cristiano, como aparece claramente en el Nuevo Testamento, las categorías de la edad se desbaratan. Basta con pensar en los ancianos que abren el Evangelio de Lucas: Zacarías e Isabel, Simeón y Ana. Ellos, aun siendo de edad avanzada, se convierten en testigos privilegiados del misterio de Dios. Viejo es el hombre que lleva una existencia cerrada, replegada sobre sí misma: este, viejo por muy joven o anciano que sea, ni vive ni hace vivir. En el sentido evangélico, joven es quien acoge el Espíritu del Señor: él vive y hace vivir.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.