ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de Jesús crucificado
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de Jesús crucificado
Viernes 23 de diciembre


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Salmo 24 (25), 4-5.8-10.14

4 Muéstrame tus caminos, Señor,
  enséñame tus sendas.

5 Guíame fielmente, enséñame,
  pues tú eres el Dios que me salva.
  En ti espero todo el día.

8 Bueno y recto es el Señor:
  muestra a los pecadores el camino,

9 conduce rectamente a los humildes
  y a los pobres enseña su sendero.

10 Amor y verdad son las sendas del Señor
  para quien guarda su alianza y sus preceptos.

14 El Señor se confía a sus adeptos,
  los va instruyendo con su alianza.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Nos encontramos a las puertas de la Navidad y la liturgia pone en nuestros labios una vez más algunos versículos del salmo 24 que ya hemos meditado en una de sus partes. Al introducirnos en la oración salmódica se nos exhorta a levantar la cabeza porque nuestra salvación está cerca. Es como una última invitación a sacudirnos de encima esa costumbre que puede hacernos permanecer en la superficie de un clima navideño cegado por el brillo de las calles pero que dejar discurrir la realidad cruel de los conflictos, las injusticias, las guerras y las innumerables tragedias que afligen la vida de muchos. La liturgia nos exhorta a mirar a lo alto, a esperar una ayuda que el Señor está por darnos. El ambiente en el que surge la oración del salmo 25 es el de los “anawin”, los pobres del Señor (v.16), es decir, esos creyentes de Israel que saben que son débiles y pecadores, pero que ponen su confianza sólo en Dios. Por esto la oración del salmo es como una oración simple y común a todos los creyentes que sienten su debilidad, su pecado, pero que saben que tienen un padre en el cielo que siempre los perdona. El salmista parece querer delinear los rasgos espirituales de estos pobres que se confían a Dios: ellos “esperan” en el Señor, observan “su alianza y sus preceptos” (v. 10) y “respetan al Señor” (v.12). Y estos creyentes van por este camino para conocer el corazón mismo de Dios, como recita la primera invocación que abre el salmo: “A ti, Señor, dirijo mi anhelo. A ti, Dios mío. En ti confío, ¡no quede defraudado, ni triunfen de mí mis enemigos!” (vv. 1-2). Son las palabras de un creyente que se fía del Señor y de su palabra. Él sabe bien que el Señor es “bueno y recto” (v. 8) y no condena a quien se fía de él. Más bien es el creyente quien quiere conocer la palabra del Señor y seguirla, seguro de que es una palabra de salvación: “Muéstrame tus caminos, Señor, enséñame tus sendas. Guíame fielmente, enséñame, pues tú eres el Dios que me salva” (vv. 4-5). Ha llegado el tiempo en que esta Palabra se hace carne, se hace cercana a nosotros, para que podamos no sólo escucharla sino tocarla e incluso hacer de ella nuestro alimento y nuestra bebida. Así se realiza ese diálogo de amor entre Señor y el creyente que es la esencia de la vida y de la salvación. El creyente sabe que “amor y verdad son las sendas del Señor” (v.10) y al mismo tiempo que no se imponen como una ley fría que hay que observar o como preceptos rígidos que hay que poner en práctica. La vida del creyente es un ininterrumpido diálogo con su Señor. La Palabra de Dios no es una ley externa, sino un diálogo entre el Señor y el creyente: “El Señor se confía a sus adeptos, los va instruyendo con su alianza” (v.14). Podríamos decir que es el misterio mismo de la Navidad, de la palabra que se hace carne y viene a habitar en medio de nosotros.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.