ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los pobres
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de los pobres
Lunes 9 de enero


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Salmo 96 (97), 1-2.6.9

1 ¡Reina el Señor! ¡Exulte la tierra,
  se alegren las islas numerosas!

6 los cielos proclaman su justicia,
  los pueblos todos ven su gloria
  todos los dioses le rinden homenaje

9 Porque tú eres Señor,
  Altísimo sobre toda la tierra,
  por encima de todos los dioses.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El salmo 96, del que cantamos sólo algunos versículos, forma parte de la serie de los salmos reales. Para describir la realeza de Dios el salmista se sirve de algunas imágenes que forman parte de la cultura mitológica del tiempo: nubes y densa bruma en vuelven al Señor que reina (v. 2), delante de Él avanza el fuego que abrasa a todos sus enemigos (v. 3), ante Él los montes se funden como la cera (v. 5). Es el lenguaje antiguo con el que se quería manifestar el poder de Dios, un poder marcado incluso por el “celo”. Dios es celoso de su señoría sobre el mundo, sobre Israel y sobre el hombre, y no permite que otros ocupen su lugar. Se cierra inexorablemente el camino a quien quiera hacer de dueño de la vida de los demás. Por esto el anuncio de la realeza de Dios es una buena noticia, sobre todo para los oprimidos, para los que están obligados a someterse a los señores, lo es también para los enfermos aplastados por el mal, y lo es para todos nosotros esclavos del egocentrismo. Por fin podemos esperar a quien liberará a los hombres de su esclavitud. No por casualidad el salmista habla de la realeza de Dios uniéndola a la justicia y el derecho. Hasta las islas están invitadas a gozar por la realeza de Dios, como también Jerusalén con sus justos y rectos de corazón. Sólo los que adoran ídolos (v.7) no participan de la alegría por esta realeza. En efecto, la idolatría ciega el corazón y no deja ver la fuerza del amor del Señor. Dios no excluye a nadie, pero quien prefiere subyacer a la esclavitud de los ídolos se autoexcluye del amor. Quien subyace al mal, quien se resigna a su poder, se vuelve ciego e impide que el amor arraigue. Sin embargo, quien se deja tocar el corazón por la fe, queda envuelto en la misma alegría del salmista. Sin embargo, no se trata de una alegría a bajo precio. El creyente no es un optimista por naturaleza, como a veces se escucha. Su alegría exige el trabajo de la fe, la práctica del amor, el abandono confiado en las manos de Dios. Para el creyente está claro que sólo Dios es Señor. Y se equivoca quien piensa que esa unicidad de Dios le quita algo al hombre. La verdad es lo contrario: no sólo no quita sino que enriquece la alegría. En efecto, la señoría de Dios no es como la de los hombres a quienes les gusta dominar sobre los demás, como Jesús dirá a los discípulos. El Señor reina para dar a los hombres la libertad de amar. Su señoría es más bien un grito de libertad: nadie puede erigirse en señor del mundo, ningún hombre, ningún pueblo, ninguna institución puede oprimir a los demás. El hombre es libre de todo para pertenecer sólo al Señor. Por esto la “justicia” y el “derecho”, como canta el salmo, están en la base del Reino de Dios. La justicia, acaba el salmista, es como “la luz [que] despunta para el justo” (v. 11). Con ella surge el alba del reino que Dios ha venido a instaurar sobre la tierra con su Hijo. El creyente de este reino es un hombre que ama al Señor, odia el mal, es fiel y justo, recto de corazón y está lleno de alegría.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.