ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Iglesia
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia
Jueves 9 de febrero


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Salmo 127 (128), 1-5

1 ¡Dichosos los que temen al Señor
  y recorren todos sus caminos!

2 Del trabajo de tus manos comerás,
  ¡dichoso tú, que todo te irá bien!

3 Tu esposa, como parra fecunda,
  dentro de tu casa;
  tus hijos, como brotes de olivo,
  en torno a tu mesa.

4 Con tales bienes será bendecido
  el hombre que teme al Señor.

5 ¡Bendígate el Señor desde Sión,
  que veas la prosperidad de Jerusalén
  todos los días de tu vida!

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

La liturgia nos hace rezar con las palabras del salmo 127. El salmista recuerda al creyente que el temor de Dios es precioso: “¡Dichosos los que temen al Señor y recorren todos sus caminos!”. Y lo retoma más adelante: “Con tales bienes será bendecido el hombre que teme al Señor”. El temor del Señor no nace del miedo sino de la conciencia de la grandeza de Dios, y por tanto de la necesaria atención a Él y a su Palabra. Temer, amar, servir al Señor son, según el Deuteronomio, aspectos complementarios del creyente. También el libro de los Proverbios ayuda a comprender la necesidad del temor de Dios para adquirir sabiduría: “El temor del Señor es el principio del conocimiento” (Pr. 1, 7). El hombre que lo cultiva será bendecido por el Señor y su vida será rica en frutos. Es necesario el temor de Dios en un mundo que nos hace sentir demasiado omnipotentes, y en el que se nos empuja a la autonomía total y a menudo orgullosa. La fe, de acuerdo con la razón, nos pide ser más conscientes de nuestros límites. El salmo no critica el bienestar –habla incluso con entusiasmo del valor del trabajo de nuestras manos- sino que invoca la bendición de Dios, que procura serenidad y plenitud de vida. Sería un error exaltar una vida sin la alegría y el disfrute de los frutos del propio trabajo. Sin embargo el salmo deja muy claro que todo está ligado a la presencia de Dios y a su bendición –que es eficaz-; a él, que quiere el bien del hombre. La oración sacerdotal –así llamada porque la pronunciaba el sacerdote en el templo- dice: “Que el Señor te bendiga y te guarde; que ilumine el Señor su rostro sobre ti y te sea propicio; que el Señor te muestre su rostro y te conceda la paz” (Nm 6, 24-26). También nosotros constatamos lo verdaderas que son las palabras del salmista. Cuando escuchamos la Palabra de Dios y seguimos sus enseñanzas nuestra vida se hace más humana y somos capaces de comprender mejor las cosas y de hacer el bien. La propia vida familiar extrae de ello grandes beneficios. Es hermosa la imagen de la esposa como “parra fecunda” y de los hijos como “brotes de olivo”. El Papa Francisco ha usado este salmo para abrir la Exhortación Apostólica Amoris Laetitia sobre la vida en la familia. El temor de Dios y de su Palabra ayudan a afrontar la vida no en solitario ni únicamente con las propias fuerzas, sino confiándose a Dios, que no aguarda otra cosa para beneficiarnos. Es una palabra que ayudaría también a la prosperidad del mundo, todavía demasiado afligido por la pobreza y la falta de bienes, si nos confiásemos sobre todo al Señor. Esta es, en cualquier caso, la voluntad de Dios para el mundo.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.