ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de Jesús crucificado
Palabra de dios todos los dias

Memoria de Jesús crucificado

Recuerdo de santa Escolástica (+547 ca.), hermana de san Benito. Con ella recordamos a las ermitañas, las monjas y las mujeres que siguen al Señor.
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Libretto DEL GIORNO
Memoria de Jesús crucificado
Viernes 10 de febrero

Recuerdo de santa Escolástica (+547 ca.), hermana de san Benito. Con ella recordamos a las ermitañas, las monjas y las mujeres que siguen al Señor.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Salmo 31 (32), 1-2.5-7

1 ¡Dichoso al que perdonan su culpa
  y queda cubierto su pecado!

2 Dichoso el hombre a quien el Señor
  no le imputa delito,
  y no hay fraude en su interior.

5 Reconocí mi pecado
  y no te oculté mi culpa;
  me dije: «Confesaré
  al Señor mis rebeldías».
  Y tú absolviste mi culpa,
  perdonaste mi pecado.

6 Por eso, quien te ama te suplica
  llegada la hora de la angustia.
  Y aunque aguas caudalosas se desborden
  jamás le alcanzarán.

7 Tú eres mi cobijo,
  me guardas de la angustia,
  me rodeas para salvarme.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El salmo 31 refiere la oración de quien vive en una condición de pecado no perdonado. ”Guardaba silencio y se consumía mi cuerpo, cansado de gemir todo el día, pues descargabas día y noche tu mano sobre mí; mi corazón cambiaba como un campo que sufre los ardores del estío” (vv. 3-4). Subrayando su silencio (“guardaba silencio”) el salmista nos recuerda el instinto que habita en cada uno de nosotros de esconder nuestro pecado a Dios, a los demás e incluso a nosotros mismos, pensando que así, si no lo apartamos, al menos lo suavizamos. El pecado no se puede apartar, se debe perdonar y borrar. Fingir no verlo, o peor, quererlo justificar, significa permanecer en la mentira, y la mentira hace vivir mal: pesa, aprisiona y reseca el alma. Se comprende el vínculo que el salmista pone entre el pecado y la enfermedad que nos sobreviene. El pecado –parece sugerir el salmista- no es una realidad abstracta y vacía; por el contrario, incide sobre la vida, condiciona los comportamientos, aprisiona el corazón. Por eso no es posible apartarlo sin el perdón y el cambio del corazón. Por ello el salmista se dirige a Dios: “Reconocí mi pecado y no te oculté mi culpa” (v. 5). Si la mentira reseca el corazón, la sinceridad ante Dios lo hace revivir: no debes fingir más ante ti mismo, ni ante Dios ni ante los demás, y te sentirás libre. Reconocer el propio pecado y confesarlo a Dios no es un gesto humillante sino un acto de veracidad; no disminuye la propia dignidad sino que la exalta. Pedir perdón no es una fría humillación, y ni siquiera un menoscabo para la dignidad; al contrario, es reconocer al Señor como un Padre que comprende la fragilidad de sus hijos y que perdona con generosidad: “Me dije: «Confesaré al Señor mis rebeldías». Y tú absolviste mi culpa, perdonaste mi pecado” (v. 5). El salmista, que ha vivido la experiencia del pecado y de la consiguiente vida mentirosa y triste, con el perdón reencuentra la libertad. Desde el principio afirma: “¡Dichoso al que perdonan su culpa y queda cubierto su pecado! Dichoso el hombre a quien el Señor no le imputa delito, y no hay fraude en su interior” (vv. 1-2). Todos somos pecadores, pero lo peor es fingir no serlo. Esta conciencia impulsó a la Iglesia, ya desde el siglo VI, a incluir este salmo entre los llamados penitenciales, un grupo de oraciones que ha acompañado la conversión de tantos hombres y mujeres que se han confiado a la misericordia de Dios, mucho más grande que nuestros pecados.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.