ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Madre del Señor
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor
Martes 28 de febrero


Lectura de la Palabra de Dios

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

Salmo 49 (50), 5-8.14.23

5 «Reunid ante mí a mis adeptos,
  que sellaron mi alianza con sacrificios».

6 Los cielos proclaman su justicia,
  pues Dios mismo viene como juez.

7 «Escucha, pueblo mío, voy a hablar,
  Israel, testifico contra ti,
  yo, Dios, tu Dios.

8 No te acuso por tus sacrificios,
  ¡están siempre ante mí tus holocaustos!

14 Sacrifica a Dios dándole gracias,
  cumple todos tus votos al Altísimo.

23 Me honra quien sacrifica dándome gracias,
  al que es recto le haré ver la salvación de Dios».

 

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

La liturgia nos vuelve a proponer hoy el Salmo 49, para ayudar a comprender del pasaje del Eclesiástico donde se recuerda el vínculo indisoluble entre el culto a Dios y el amor por la justicia y la limosna a los pobres. El Salmo, que tiene un carácter litúrgico, ayuda a comprender la falsedad de un culto al Señor cuando la vida de cada día está marcada por la injusticia y el egocentrismo. Es una dimensión que atraviesa toda la Biblia, tanto el Antiguo Testamento como el Nuevo. Basta pensar en la parábola del Buen Samaritano, en la que Jesús condena duramente al sacerdote y al levita –representantes del culto-, que no se paran a ayudar al hombre medio muerto al que sin embargo habían visto. El salmista imagina a Dios que convoca la reunión de una asamblea: “Reunid ante mí a mis adeptos, que sellaron mi alianza con sacrificios” (v. 5). El Señor ve desde el cielo los comportamientos de sus fieles, que ya no puede soportar –en el versículo precedente el salmista canta: “Viene nuestro Dios y no callará” (v. 3). He aquí lo que dice el Señor a sus fieles reunidos en torno a Él: “Escucha, pueblo mío, voy a hablar, Israel, testifico contra ti, yo, Dios, tu Dios. No te acuso por tus sacrificios, ¡están siempre ante mí tus holocaustos!” (vv. 7-8). Pero el Señor no puede soportar la distancia entre el culto exterior y la lejanía de su corazón, y por tanto de su misericordia. En los versículos que siguen a continuación dice con claridad: “No tomaré novillos de tu casa, ni machos cabríos de tus apriscos, pues son mías las fieras salvajes, las bestias en los montes a millares” (vv. 9-10). El Señor, que ama a su pueblo gratuitamente, no soporta que se trate de “comprarlo” con los ritos y las ofrendas. El Señor quiere el amor de sus hijos, su abandono en Él, su fe. Por eso repite con solemnidad: “Yo, Dios, tu Dios”. Detrás de esta afirmación está toda la historia de la salvación que ha obrado Dios por su pueblo. He ahí la razón de que, ante el Señor, el pueblo de los creyentes sólo puede recibir, no dar; sólo depender, no pagar; obedecer, no exigir. El verdadero culto, por tanto, no consiste en presentarse ante Dios con la actitud de quien alardea de sus méritos, o peor, de quien exige la salvación. El pueblo creyente –y cada uno de los fieles- está ante el Señor como quien da gracias y alaba al Señor por tantos beneficios recibidos. Dice el salmista: “Sacrifica a Dios dándole gracias, cumple todos tus votos al Altísimo” (v. 14). Dios no soporta un culto que se ve desmentido por la vida. En los versículos siguientes el salmista aclara que un culto sin amor no es simplemente una cuestión de poca fe, sino de impiedad: “¿A qué viene recitar mis preceptos y ponerte a hablar de mi alianza, tú que detestas la doctrina y a tus espaldas echas mis palabras?” (vv. 16-17). El señorío de Dios se reconoce en un culto que se acompaña de la misericordia. El salmista hace decir a Dios: “Me honra quien sacrifica dándome gracias, al que es recto le haré ver la salvación de Dios” (v. 23). Un comentario claro a estas palabras es la afirmación del apóstol Juan: “Si alguno dice: «Yo amo a Dios», y odia a su hermano, es un mentiroso” (1 Jn 4, 20). Charles de Foucauld escribía: “La gran enseñanza a extraer de este Salmo es que no hay que honrar a Dios con el fasto material, sino a través del amor y la oración que nace del fondo del corazón. El fasto del culto puede ser de por sí bueno y justo, pero no es la esencia del culto a rendir a Dios; ése nace de nuestros corazones, de nuestra vida, de nuestro amor”.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.