ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los santos y de los profetas
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas
Miércoles 14 de junio


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Salmo 98 (99), 5-9

5 Exaltad al Señor, nuestro Dios,
  postraos ante el estrado de sus pies:
  Él es santo.

6 Moisés y Aarón entre sus sacerdotes,
  Samuel entre los que invocaban su nombre,
  invocaban al Señor y él les respondía.

7 Les habló desde la columna de nube
  y ellos guardaban su pacto,
  la ley que él les entregó.

8 Señor, Dios nuestro, tú les respondías,
  eras para ellos un Dios de perdón,
  aunque vengabas sus delitos.

9 Exaltad al Señor, nuestro Dios,
  postraos en su monte santo:
  santo es el Señor, nuestro Dios.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El salmo responsorial de la liturgia del día reproduce la segunda parte del Salmo 98. Es un salmo que nos trae los «himnos al Señor, el rey». Por eso va acompañado de imágenes reales: Dios está sentado sobre querubines, tiemblan los pueblos y la tierra vacila. Pero es un reino distinto de los reinos de los hombres. El Dios de Israel es un «poderoso rey que ama la justicia» (v. 4). Él no solo aplica la justicia, sino que la ama. Y se complace con aquellos que la ponen en práctica, como Moisés, Aarón y Samuel. Ellos invocaban al Señor y él les respondía; hablaba con ellos y ellos obedecían; les perdonaba aunque no dejaba de castigar sus culpas. El salmista quiere destacar que el Dios de Israel no es como los otros dioses: «Él es santo» (v. 5). La proclamación «Él es santo» interrumpe tres veces el salmo. El adjetivo «santo» –en el lenguaje bíblico– significa «separado», es decir, Otro. Pero el Dios santo (separado) es el mismo de la Alianza. Lo que lo hace «santo» es su infinito amor. Y en esa misma santidad Dios quiere acoger también al hombre. En el Levítico la reclama: «El Señor dijo a Moisés: “Di a toda la comunidad de los israelitas: Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo”» (19,1-2). La santidad consiste en pertenecer por completo al Señor. No es una cualidad moral, la que espera el Señor. «Santo» es el hombre (o el pueblo) que se pone de parte de Dios separándose de la idolatría del mundo. La santidad, pues, separa al creyente del destino triste del mundo y lo lleva a pertenecer al Señor, a convertirle en su Salvador. Evidentemente, la santidad no comporta desinterés por el mundo, como algunos han pensado. Justo lo contrario. La santidad hace que el creyente en su totalidad se ponga al servicio del hombre, imitando así al Señor que ama al hombre –y, sobre todo, a los más débiles y los pobres– con un amor generoso, fiel e incluso celoso. La santidad se define a partir de Dios. Está escrito: «Seréis santos, porque santo soy yo». El ejemplo perfecto de la santidad nos lo dio Jesús, que mostró su realeza amando sin límites a todos los hombres. Vino para servir y no para ser servido: lavó los pies a los discípulos viviendo en su comunidad como el que sirve; y en la cruz manifiesta el culmen de su amor y, por tanto, de su realeza. Cuando el evangelista Lucas reproduce las palabras de la condena a muerte («Este es el rey de los judíos») afirma que precisamente en la cruz es donde se manifiesta la realeza de Jesús en todo su esplendor. Jesús muere del mismo modo que vivió: para amar. Así se manifestó Dios entre nosotros. Ese es el camino de nuestra santidad.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.