ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de Jesús crucificado
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de Jesús crucificado
Viernes 16 de junio


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Salmo 115 (116), 10-11.15-18

10 ¡Tengo fe, aún cuando digo:
  «Soy un desdichado»!,

11 yo que dije consternado:
  «los hombres son mentirosos».

15 A los ojos del Señor es preciosa
  la muerte de los que lo aman.

16 ¡Ah, Señor, yo soy tu siervo,
  tu siervo, hijo de tu esclava,
  tú has soltado mis cadenas!

17 Te ofreceré sacrificios de acción de gracias
  e invocaré el nombre del Señor.

18 Cumpliré mis votos al Señor
  en presencia de todo el pueblo.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

La liturgia de hoy pone en nuestra boca los últimos versículos del Salmo 116. El salmo se presenta como una gran oración en el templo ante la asamblea para dar gracias al Señor porque ha recibido un gran don. Dice el salmista: «Alzaré la copa de salvación e invocaré el nombre del Señor. Cumpliré mis votos al Señor en presencia de todo el pueblo» (vv. 13-14). La tradición cristiana ha repetido estas palabras en la Eucaristía, momento por excelencia de dar gracias a Dios. Desde el inicio las palabras expresan un intenso amor del creyente por el Señor: «Amo al Señor porque escucha mi voz suplicante» (v. 1). Es un amor fuerte y apasionado. Por otra parte, no debería haber alternativa al amor con Dios: Él nos ha amado primero y continúa apasionándose por nosotros. El creyente, en la primera parte del salmo, explica brevemente su pasado para mostrar que el Señor, en los momentos de desorientación o de abandono, ha estado siempre a su lado: «¡Tengo fe, aún cuando digo: “Soy un desdichado”!, yo que dije consternado: “los hombres son mentirosos”» (vv. 10-11). Las difíciles situaciones que recuerda el salmista son situaciones habituales. ¡Cuántas historias de abandono hay todavía hoy! ¡Cuánta violencia se inflige sobre la vida de los hombres, sobre todo los más pobres! ¡Cuántas traiciones hay porque tendemos a pensar solo en nosotros mismos! Y todos sabemos que solo el Señor no traiciona, no abandona, no nos humilla. El ejemplo de Jesús, en ese sentido, es extraordinario. Él no vino para servirse a sí mismo, sino para servirnos a nosotros y salvarnos de todas las esclavitudes que nos oprimen. Dios también tiene en alta estima nuestra muerte. El salmista dice: «A los ojos del Señor es preciosa la muerte de los que lo aman» (v. 15). El Señor está a nuestro lado incluso en el momento de la muerte, cuando muchas veces experimentamos el abandono. Y sobre todo, está al lado de los fieles para defender su fe. Realmente es «preciosa» a sus ojos esta muerte. Debería ser igual a nuestros ojos. Es algo que debería ser para nosotros ejemplo y estímulo para comunicar con mayor impulso el Evangelio que rompe las «cadenas» (v. 16) de la esclavitud. El salmista exhorta a los creyentes a no dejar jamás de elevar su oración a Dios porque está siempre atento a nuestra oración: nunca se cansa de escuchar y nunca niega su ayuda. En los primeros versículos del salmo se recuerda una verdad que encontramos en toda la Escritura: «estaba yo postrado y me salvó» (v. 6). El Señor escucha el grito de los pobres e interviene siempre en su ayuda. Realmente al hombre de fe le basta Dios y solo a él debe dirigir sus alabanzas para que lo salve de los enemigos y de la muerte. Es muy hermosa esta oración de un sabio judío: «Amadísimo, padre misericordioso, pon a tu siervo a tu servicio... Oh querido, oh hermoso, oh esplendor del mundo, mi alma está enferma de amor por ti! Dios, te ruego que la cures revelándole tu dulce rostro. Así recobrará las fuerzas y te servirá fielmente por siempre. Padre eterno, conmuévete y ten piedad del hijo que te ama, que se consume por ver tu potencia y gloria. ¡Oh Dios mío, deseadísimo, manifiéstate pronto, pronto! ¡Revélate, adorado, y extiende tu paz sobre mí! Que la tierra brille con tu gloria, que todos los seres vivos entren en ti. Pronto, amado; ha llegado el momento, concédeme, como antes, tu gracia».

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.