ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Madre del Señor
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor
Martes 4 de julio


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Salmo 25 (26), 2-3.9-12

2 Escrútame, Señor, ponme a prueba,
  aquilata mi corazón y mis entrañas,

3 que tengo presente tu amor
  y te soy fiel en la vida.

9 No dejes que muera entre pecadores,
  que acabe mi vida entre asesinos,

10 con sus manos llenas de infamia
  y su diestra repleta de soborno.

11 Yo, en cambio, llevo una vida íntegra,
  rescátame, ten piedad de mí;

12 mi pie sigue el camino recto,
  en la asamblea te bendeciré, Señor.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Salmo se abre con la oración del salmista –que probablemente hizo en el templo– para que el Señor se fije en él: «Escrútame, Señor, ponme a prueba, aquilata mi corazón y mis entrañas» (v. 2). El creyente sabe que el encuentro con el Señor purifica su corazón. El encuentro con el Señor siempre tiene efecto. La oración del salmista muestra a un hombre preocupado por las acusaciones injustas que le hacen y que podrían terminar condenándole. Ve que corre la misma suerte que los pecadores y los asesinos, aunque sabe que es inocente. Por eso se presenta en el templo, y se pone frente al Señor. Y le pide al Señor que sea él mismo el que haga salir la verdad, pues sabe que es un juez justo. La confianza en el Señor que juzga con justicia y con verdad está presente en todas las páginas bíblicas. El Señor se presenta siempre como el defensor de los pobres y de los débiles. El salmista invoca: «No dejes que muera entre pecadores, que acabe mi vida entre asesinos» (v. 9). Consciente de la falsedad de las acusaciones que hacen contra él, le presenta al Señor su inocencia: he seguido el camino de la integridad y la verdad; no me he dejado seducir por hombres mentirosos e insidiosos; no he cedido a su modo de vivir y no me he dejado fascinar por sus éxitos; yo he asistido a las asambleas litúrgicas. Por eso invoca la justicia de Dios sabiendo que el Señor lo salvará, aunque también sabe que es pecador. Distanciarse del mal no es suficiente. El creyente sabe que necesita la ayuda de Dios para cumplir su justicia que es mucho más profunda que la justicia humana. La justicia de Dios requiere amor por los demás y especialmente por los más débiles. En ese sentido el creyente le pide al Señor que le rescate de una vida que no está llena de amor y misericordia. Y se dirige al Señor: «Rescátame, ten piedad de mí» (v. 11). La fe bíblica lleva al creyente por el camino de la justicia y al mismo tiempo por el camino de la misericordia sobreabundante de Dios. La piedad cristiana asoció este salmo a la liturgia eucarística: en el momento en el que el celebrante se lava las manos, le pide al Señor que le sean lavados y perdonados sus pecados. El salmista ruega: «Lavo y purifico mis manos, doy vueltas a tu altar» (v. 6), y añade: «Amo, Señor, la belleza de tu Casa, el lugar donde se asienta tu gloria» (v. 8). El salmista sabe que el Señor siempre escucha la voz de quien vive en su casa y se dirige a él con confianza. Por eso el creyente, el discípulo sabe que su casa es el templo, es el pueblo que Dios ha congregado. De ahí la fuerza de la oración común que Jesús encomienda a los discípulos. Hagamos nuestras las palabras del salmista que canta: «mi pie sigue el camino recto, en la asamblea te bendeciré, Señor» (v. 12). Él es nuestra fuerza y nuestra verdadera defensa contra el mal que siempre intenta embaucarnos con la mentira para que caigamos.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.