ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los santos y de los profetas
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas
Miércoles 12 de julio


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Salmo 32 (33), 2-3.10-11.18-19

2 ¡Dad gracias al Señor con la cítara,
  tocad con el arpa de diez cuerdas;

3 cantadle un cántico nuevo,
  acompañad la música con aclamaciones!

10 El Señor frustra el plan de las naciones,
  hace vanos los proyectos de los pueblos;

11 pero el plan del Señor subsiste para siempre,
  sus decisiones de generación en generación.

18 Los ojos del Señor sobre sus adeptos,
  sobre los que esperan en su amor,

19 para librar su vida de la muerte
  y mantenerlos en tiempo de penuria.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Los versículos del Salmo 32 que la liturgia hoy nos hace meditar invitan a los creyentes a alabar al Señor con la cítara, a cantarle con el arpa. Es un tema que encontramos en buena parte del salterio. El salmista invita al pueblo del Señor a cantarle alabanzas, a bendecir su nombre, a darle gracias por sus beneficios, a exaltarlo por lo que ha hecho y continúa haciendo por la salvación de su pueblo. El Señor –canta el salmista– tiene su mirada fija en su pueblo, cada día, para protegerle de las insidias del mal y llevarlo hasta la salvación. De ahí la invitación a la comunidad para que no deje de alabar al Señor y de cantarle «un cántico nuevo» con arpas y cítaras. La oración común que la comunidad celebra en todo el mundo es una respuesta a esa invitación. Se haga donde se haga, es una oración bien preparada, para que sea hermosa, con el coro y con instrumentos y con los salmos, que nos sugieren las palabras y el ritmo de la alabanza. Las oraciones comunes de las comunidades que se celebran en las ciudades de este mundo son realmente como el «cántico nuevo» del que habla el salmo. Reunirse en la oración común, mientras las ciudades están sumidas en la confusión que llega también a nuestro corazón, significa hacer un espacio santo del que se eleva el perfume del incienso de la alabanza al Señor. Él se siente como atrapado por ese perfume y de algún modo agudiza más aún su mirada sobre nosotros y sobre lo que le pedimos. Y se muestra dispuesto a proteger a la comunidad, a proteger la vida de los más débiles y las mismas ciudades de la violencia que muchas veces las destruye. La oración común es fuerte y doblega el corazón mismo de Dios. San Alfonso de Liguori, un gran obispo italiano, hablaba de la oración como de una gran arma. Jesús mismo nos exhorta a no dejar de reunirnos nunca para la oración: «Os aseguro también que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, sea lo que fuere, lo conseguirán de mi Padre que está en los cielos». La oración común es un servicio sacerdotal, es una intercesión poderosa a la que Dios no puede resistir. No hay más que recordar la hermosa oración de Abrahán por la ciudad de Sodoma. Con esa misma fe de Abrahán oramos al Señor por nuestras ciudades. Y cuando oran juntas las comunidades son como los ángeles para las ciudades donde se reúnen. La oración común se parece a aquel movimiento de ángeles del que habla Jesús: «Veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar» (Jn 1,51). Sabemos que el Señor guía la historia, por eso nuestra oración siempre va ligada a lo que pasa en la ciudad, en el mundo. El salmista nos recuerda que «el Señor frustra el plan de las naciones, hace vanos los proyectos de los pueblos» (v. 10). Y nosotros oramos para que se detengan las manos de los violentos y se refuercen las de los justos. Y con fe también nosotros decimos con el salmista: «el plan del Señor subsiste para siempre, sus decisiones de generación en generación» (v. 11). Y el amor de Dios no nos abandonará jamás: «Los ojos del Señor sobre sus adeptos, sobre los que esperan en su amor, para librar su vida de la muerte y mantenerlos en tiempo de penuria» (vv. 18-19).

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.