ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los pobres
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de los pobres
Lunes 31 de julio


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Salmo 105 (106), 19-23

19 Se hicieron un becerro en Horeb,
  ante una imagen fundida se postraron,

20 y fueron a cambiar su gloria
  por la imagen de un buey que come hierba.

21 Olvidaron a Dios, su salvador,
  al autor de hazañas en Egipto,

22 de prodigios en tierra de Cam,
  de portentos en el mar de Suf.

23 Dispuesto estaba a exterminarlos,
  si no es porque Moisés, su elegido,
  se mantuvo en la brecha frente a él,
  para apartar su furor destructor.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este salmo cierra el quinto libro del salterio y es el reverso de la moneda del salmo anterior. Aquí es como si la historia de Israel se explicara a partir de las traiciones del pueblo, mientras que en el Salmo 104 se narran las grandes obras de Dios. No se pueden explicar los pecados del hombre sin hablar de la misericordia de Dios. Todo el salmo, efectivamente, es una gran confesión de pecados que empieza, precisamente, con la invitación del salmista a celebrar la misericordia de Dios: «¡Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia!» (v. 1). El creyente que confiesa su pecado sabe que es perdonado, no por sus méritos, sino porque el amor de Dios es grande. Por eso también nosotros, pecadores, podemos pedir con confianza: «¡Acuérdate de mí, Señor, hazlo por amor a tu pueblo... Hemos fallado igual que nuestros padres, hemos cometido injusticias e iniquidades» (vv. 4.6). Sí, existe una costumbre al pecado, a la idolatría, al olvido, a pensar solo en uno mismo. El salmista explica algunas de las muchas traiciones que han marcado la vida de Israel. En el primer cuadro (vv. 7-12) explica la falta de fe en el paso del mar Rojo, luego las protestas contra Dios y la nostalgia de la esclavitud durante el camino en el desierto. A continuación, con los versículos que hemos cantado, la rebelión de Datán y de Abirán (vv. 16-18) con la adoración del becerro de oro (vv. 19-23). Una vez más los israelitas «olvidaron a Dios, su salvador» (v. 21) y cayeron en la idolatría cambiando «su gloria por la imagen de un buey que come hierba» (v. 20). La idolatría no es solo una simple falta de fe, sino negarse a reconocer a Dios como el Señor de nuestra vida y someterse a otros señores. Efectivamente, nosotros confiamos muy fácilmente en ídolos de este mundo, en nuestras tradiciones, en el éxito, en el poder, en la riqueza o en otras cosas. La intercesión de Moisés salva al pueblo: «Moisés, su elegido, se mantuvo en la brecha frente a él, para apartar su furor destructor» (v. 23). La audacia de la oración de la Iglesia por todos sus hijos impide que caigamos en la esclavitud de los ídolos de este mundo. Y Dios escucha la oración. Toda la historia que narra el salmista en los versículos siguientes nos hace recordar lo que está escrito en el Génesis: «el pecado» está «acechando como fiera que te codicia» (4,7). No hay ninguna generación y ningún hombre que no tenga pecado. Pero el salmo nos recuerda también que no hay ninguna generación y ningún pueblo que no goce de la misericordia de Dios y de su perdón. Y el salmista termina diciendo: «Pero él se fijó en su angustia, dando oído a sus clamores. Por ellos se acordó de su alianza, se enterneció con su inmenso amor» (vv. 44-45).

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.