ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Iglesia
Palabra de dios todos los dias

Memoria de la Iglesia

Recuerdo de san Lorenzo, diácono y mártir († 258). Identificó a los pobres como el verdadero tesoro de la Iglesia. Recuerdo de quienes les sirven en nombre del Evangelio.
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Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia
Jueves 10 de agosto

Recuerdo de san Lorenzo, diácono y mártir († 258). Identificó a los pobres como el verdadero tesoro de la Iglesia. Recuerdo de quienes les sirven en nombre del Evangelio.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hechos de los Apóstoles 2,1-13

Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse. Había en Jerusalén hombres piadosos, que allí residían, venidos de todas las naciones que hay bajo el cielo. Al producirse aquel ruido la gente se congregó y se llenó de estupor al oírles hablar cada uno en su propia lengua. Estupefactos y admirados decían: «¿Es que no son galileos todos estos que están hablando? Pues ¿cómo cada uno de nosotros les oímos en nuestra propia lengua nativa? Partos, medos y elamitas; habitantes de Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto, Asia, Frigia, Panfilia, Egipto, la parte de Libia fronteriza con Cirene, forasteros romanos, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, todos les oímos hablar en nuestra lengua las maravillas de Dios.» Todos estaban estupefactos y perplejos y se decían unos a otros: «¿Qué significa esto?» Otros en cambio decían riéndose: «¡Están llenos de mosto!»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Han pasado cincuenta días desde la Pascua y los apóstoles, como de costumbre, se reúnen en el cenáculo para orar. De repente un viento impetuoso hizo temblar las paredes de la casa y aparecieron unas lenguas de fuego que se posaron sobre cada uno de los apóstoles. Fue una experiencia increíble que los transformó por completo: ellos, que antes estaban llenos de miedo, se sintieron llenos de una nueva valentía, abrieron la puerta del cenáculo, que estaba debidamente cerrada, y ya en la puerta empezaron a anunciar lo que habían visto y oído a propósito de Jesús. Ese es el milagro de Pentecostés: hombres con miedo son invadidos por el Espíritu y empiezan a comunicar el evangelio de Jesús. El Espíritu Santo había cambiado el corazón, la mente, la boca de aquel pequeño y asustado grupo de discípulos. Empezaba así la historia de la Iglesia. Empezaba con aquel pequeño grupo transformado por el Espíritu. Pero Pentecostés no es algo solo del pasado. En realidad todas las generaciones cristianas están llamadas a vivir Pentecostés, a dejarse guiar por el Espíritu para comunicar el Evangelio del amor. También hoy, también nuestra generación, necesita el Pentecostés, una nueva misión. Las comunidades cristianas tienen que dejarse arrastrar por aquel viento impetuoso que cambió a aquellos discípulos asustados para anunciar el Evangelio por todas partes y con más audacia. Sin un nuevo Pentecostés el mundo continuará siendo gris y triste. Si durante los tres años de vida con Jesús los discípulos estuvieron mayoritariamente dentro de las fronteras de Israel, después de Pentecostés se abre ante ellos un horizonte que no tiene fronteras: ante la puerta del cenáculo estaban congregados simbólicamente todos los pueblos de la tierra entonces conocida. Estaban todos, sin excluir a nadie, incluso «extranjeros» de Roma, la capital del imperio. La comunidad de los discípulos da sus primeros pasos ante el mundo. Desde el inicio, el horizonte del Evangelio es el mundo entero, todos los pueblos que viven en la tierra. Y cada uno de ellos –dicen los Hechos– oía comunicar el evangelio en su lengua nativa. Es el mismo evangelio pero que sabe hablar las lenguas de todos para llegar a la cabeza y al corazón de todos de manera comprensible. Es el milagro del amor, capaz de convertir a personas distintas en un único pueblo. La confusión de las lenguas que dividió a los hombres en Babel ahora queda derrotada por la lengua común del Espíritu Santo: la lengua del amor.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.