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Memoria de los santos y de los profetas
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Memoria de los santos y de los profetas

Recuerdo de san Esteban († 1038), rey de Hungría. Se convirtió al Evangelio y fomentó la evangelización en su país.
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Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas
Miércoles 16 de agosto

Recuerdo de san Esteban († 1038), rey de Hungría. Se convirtió al Evangelio y fomentó la evangelización en su país.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hechos de los Apóstoles 3,1-10

Pedro y Juan subían al Templo para la oración de la hora nona. Había un hombre, tullido desde su nacimiento, al que llevaban y ponían todos los días junto a la puerta del Templo llamada Hermosa para que pidiera limosna a los que entraban en el Templo. Este, al ver a Pedro y a Juan que iban a entrar en el Templo, les pidió una limosna. Pedro fijó en él la mirada juntamente con Juan, y le dijo: «Míranos.» El les miraba con fijeza esperando recibir algo de ellos. Pedro le dijo: «No tengo plata ni oro; pero lo que tengo, te doy: en nombre de Jesucristo, el Nazoreo, ponte a andar.» Y tomándole de la mano derecha le levantó. Al instante cobraron fuerza sus pies y tobillos, y de un salto se puso en pie y andaba. Entró con ellos en el Templo andando, saltando y alabando a Dios. Todo el pueblo le vio cómo andaba y alababa a Dios; le reconocían, pues él era el que pedía limosna sentado junto a la puerta Hermosa del Templo. Y se quedaron llenos de estupor y asombro por lo que había sucedido.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este episodio muestra los primeros pasos de la comunidad cristiana, y son los primeros pasos que dan sin la presencia visible del Maestro. Tal vez los apóstoles recuerdan las primeras enseñanzas de Jesús, las que narra el capítulo «Jesús convocó a los Doce y les dio autoridad y poder sobre todos los demonios, así como para curar dolencias. Después los envió a proclamar el Reino de Dios y a curar, pero antes les dijo: “No toméis nada para el camino: ni bastón, ni alforja, ni pan, ni plata; ni tengáis dos túnicas cada uno”» (Lc 9,1-3). Más adelante añade que los envió de dos en dos. Pues bien, en esta primera ocasión, Pedro y Juan parece que ponen en práctica literalmente las indicaciones de Jesús. Son dos, no tienen nada, ni bastón ni dinero. Su amor, su pasión común por el Evangelio es condición indispensable para que su ministerio pastoral sea eficaz. Sucede lo mismo con toda comunidad cristiana que quiere seguir al Señor Jesús. Pedro y Juan son los primeros que se mueven y nosotros debemos seguir siempre sus pasos. Llegan a la «puerta Hermosa» del templo y ven a un hombre inválido desde su nacimiento. Tiene cuarenta años, de los que tal vez ha pasado la mayor parte allí tendiendo la mano. Estaba fuera del templo. No podía entrar porque no se podía mover y porque estaba enfermo. Había un triste proverbio en aquellos tiempos que decía: «el ciego y el cojo no entrarán». Pero por desgracia todavía hoy muchos pobres (a veces son países enteros) se ven obligados a no entrar, a quedarse a la puerta de los ricos y contentarse con las migajas o con alguna mísera limosna. Probablemente el inválido no espera más que algo de limosna de los dos discípulos que habían llegado hasta donde estaba él. Extiende su mano, como hace con todos. Los mendigos siguen haciendo lo mismo aún hoy. Pedro lo mira intensamente –escribe Lucas– y «juntamente con Juan dijo: Míranos». El milagro empieza con una mirada de compasión y de misericordia. No pasan de largo, como hacen muchos. Ellos se paran e instauran una relación directa. El papa Francisco dice: «Cuando deis limosna, ¡que vuestra mano toque su mano!». Aquel mendigo recibe mucho más que una limosna. La curación empieza ya con la mirada. Y Pedro añade: «En nombre de Jesucristo, el Nazoreo, echa a andar», le da la mano derecha y lo pone en pie; el texto indica: «lo levanta», como si lo despertara del sueño de la tristeza y del abandono. Aquellos dos ojos que se cruzan, aquellas dos manos que se unen son muestra de la imagen que la Iglesia de este inicio de milenio debe recuperar. Todos nosotros tenemos que seguir el evangelio con la mirada y con las manos de Pedro y de Juan. Y los primeros amigos, los primeros compañeros de este viaje son los pobres, los débiles, los enfermos. Nuestras manos y nuestros ojos están indisolublemente unidos con sus ojos y sus manos.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.