ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los santos y de los profetas
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas
Miércoles 27 de septiembre


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hechos de los Apóstoles 12,1-25

Por aquel tiempo el rey Herodes echó mano a algunos de la Iglesia para maltratarlos. Hizo morir por la espada a Santiago, el hermano de Juan. Al ver que esto les gustaba a los judíos, llegó también a prender a Pedro. Eran los días de los Azimos. Le apresó, pues, le encarceló y le confió a cuatro escuadras de cuatro soldados para que le custodiasen, con la intención de presentarle delante del pueblo después de la Pascua. Así pues, Pedro estaba custodiado en la cárcel, mientras la Iglesia oraba insistentemente por él a Dios. Cuando ya Herodes le iba a presentar, aquella misma noche estaba Pedro durmiendo entre dos soldados, atado con dos cadenas; también había ante la puerta unos centinelas custodiando la cárcel. De pronto se presentó el Ángel del Señor y la celda se llenó de luz. Le dio el ángel a Pedro en el costado, le despertó y le dijo: «Levántate aprisa.» Y cayeron las cadenas de sus manos. Le dijo el ángel: «Cíñete y cálzate las sandalias.» Así lo hizo. Añadió: «Ponte el manto y sígueme.» Y salió siguiéndole. No acababa de darse cuenta de que era verdad cuanto hacía el ángel, sino que se figuraba ver una visión. Pasaron la primera y segunda guardia y llegaron a la puerta de hierro que daba a la ciudad. Esta se les abrió por sí misma. Salieron y anduvieron hasta el final de una calle. Y de pronto el ángel le dejó. Pedro volvió en sí y dijo: «Ahora me doy cuenta realmente de que el Señor ha enviado su ángel y me ha arrancado de las manos de Herodes y de todo lo que esperaba el pueblo de los judíos.» Consciente de su situación, marchó a casa de María, madre de Juan, por sobrenombre Marcos, donde se hallaban muchos reunidos en oración. Llamó él a la puerta y salió a abrirle una sirvienta llamada Rode; quien, al reconocer la voz de Pedro, de pura alegría no abrió la puerta, sino que entró corriendo a anunciar que Pedro estaba a la puerta. Ellos le dijeron: «Estás loca.» Pero ella continuaba afirmando que era verdad. Entonces ellos dijeron: «Será su ángel.» Pedro entretanto seguía llamando. Al abrirle, le vieron, y quedaron atónitos. El les hizo señas con la mano para que callasen y les contó cómo el Señor le había sacado de la prisión. Y añadió: «Comunicad esto a Santiago y a los hermanos.» Salió y marchó a otro lugar. Cuando vino el día hubo un alboroto no pequeño entre los soldados, sobre qué habría sido de Pedro. Herodes le hizo buscar y al no encontrarle, procesó a los guardias y mandó ejecutarlos. Después bajó de Judea a Cesarea y se quedó allí. Estaba Herodes fuertemente irritado con los de Tiro y Sidón. Estos, de común acuerdo, se le presentaron y habiéndose ganado a Blasto, camarlengo del rey, solicitaban hacer las paces, pues su país se abastecía del país del rey. El día señalado, Herodes, regiamente vestido y sentado en la tribuna, les arengaba. Entonces el pueblo se puso a aclamarle: «¡Es un dios el que habla, no un hombre!» Pero inmediatamente le hirió el Ángel del Señor porque no había dado la gloria a Dios; y convertido en pasto de gusanos, expiró. Entretanto la Palabra de Dios crecía y se multiplicaba. Bernabé y Saulo volvieron, una vez cumplido su ministerio en Jerusalén, trayéndose consigo a Juan, por sobrenombre Marcos.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El capítulo 12 de los Hechos nos lleva nuevamente a Jerusalén, donde reina un tercer Herodes, tras el de la infancia de Jesús primero y el de la pasión después. Este, no menos violento que sus predecesores, empieza a perseguir a la joven comunidad cristiana; ordena dar muerte primero a Santiago, el hermano de Juan evangelista y luego, como si quisiera dar el golpe de gracia, encarcela a Pedro. La secuencia de los Herodes en los Evangelios y en los Hechos es más bien singular. Podríamos decir que es la hostilidad continua del mal contra Jesús y su obra, una oposición fruto de un proyecto, de una estrategia de las fuerzas del mal que quieren encadenar la Palabra de Dios y eliminarla. El Evangelio es siempre motivo de escándalo y da miedo al poder de Herodes. Pedro fue arrestado, al igual que Jesús, «el día de los Ázimos», la vigilia de Pascua. Durante la noche, análogamente a la liberación de Jesús de la muerte, Pedro es liberado de las cadenas y, milagrosamente, sale de la cárcel. Y se encuentra, libre, por la calle. Esta vez, a diferencia de la primera vez que fue liberado de su cautiverio, el ángel no lo envió al templo. Ahora está en la calle, para que la comunidad cristiana continúe caminando por las calles de la ciudad y creciendo por el mundo. Ese es el sentido que tiene la frase que el autor de los Hechos utiliza a menudo para describir la vida de la primera comunidad cristiana: «Entretanto la Palabra de Dios crecía y se propagaba». La Palabra de Dios y la comunidad están indisolublemente unidas. Y los discípulos, reunidos en la casa de la madre de Marcos (quizás el evangelista), en cuanto vieron a Pedro comprendieron aún más que la fuerza de la Palabra de Dios era superior a las cadenas del mal. Herodes, en cambio, que se gloriaba de su fuerza, «quedó convertido en pasto de gusanos, y expiró». Pedro, cuya única fuerza era el Evangelio, fue liberado de las dificultades y con una nueva energía en el corazón «salió y marchó a otro lugar».

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.