ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Madre del Señor
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor
Martes 3 de octubre


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hechos de los Apóstoles 13,44-52

El sábado siguiente se congregó casi toda la ciudad para escuchar la Palabra de Dios. Los judíos, al ver a la multitud, se llenaron de envidia y contradecían con blasfemias cuanto Pablo decía. Entonces dijeron con valentía Pablo y Bernabé: «Era necesario anunciaros a vosotros en primer lugar la Palabra de Dios; pero ya que la rechazáis y vosotros mismos no os juzgáis dignos de la vida eterna, mirad que nos volvemos a los gentiles. Pues así nos lo ordenó el Señor: Te he puesto como la luz de los gentiles,
para que lleves la salvación hasta el fin de la
tierra.»
Al oír esto los gentiles se alegraron y se pusieron a glorificar la Palabra del Señor; y creyeron cuantos estaban destinados a una vida eterna. Y la Palabra del Señor se difundía por toda la región. Pero los judíos incitaron a mujeres distinguidas que adoraban a Dios, y a los principales de la ciudad; promovieron una persecución contra Pablo y Bernabé y les echaron de su territorio. Estos sacudieron contra ellos el polvo de sus pies y se fueron a Iconio. Los discípulos quedaron llenos de gozo y del Espíritu Santo.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El apóstol Pablo vuelve a hablar a la sinagoga el sábado siguiente. Y el autor de los Hechos precisa que «se congregó casi toda la ciudad para escuchar la Palabra de Dios». Parece repetirse la escena, que describe sintéticamente el evangelista Marcos, de la gente que se congrega ante la casa de Cafarnaúm para escuchar a Jesús. También hoy, y quizás más que ayer, las ciudades necesitan escuchar aquella misma Palabra. El clima de miedo y de repliegue en uno mismo, así como aquel sentimiento de desorientación que tantos sienten y que parece difundirse cada vez más en el mundo, hacen necesario que Jesús vuelva pronto para tocar el corazón de la gente. Es cierto que también en la actualidad los celos y las envidias pueden obstaculizar violentamente la predicación, como le pasó a Pablo con los judíos que le escuchaban. Eran los primeros a quienes predicaba. La historia de la predicación cristiana está llena de ejemplos similares: nunca faltan los obstáculos al Evangelio, y a veces, por parte de quienes deberían acogerlo primero. Pero Pablo no desiste y se dirige a los gentiles. Es un momento decisivo para la vida de la primera comunidad cristiana. Y aquella decisión, una vez más, es fruto de la inteligencia espiritual y pastoral de leer e interpretar los «signos de los tiempos». Pablo percibe la gran disponibilidad que muestran los gentiles por acoger el Evangelio. Y no puede evitar responder a aquella expectativa. Son muchos los que abrazan la fe. El autor de los Hechos, con una justificada satisfacción, escribe una vez más: «La palabra del Señor se difundía por toda la región». Realmente, parafraseando una afirmación de Gregorio Magno, podríamos añadir: «La Escritura crece con aquellos que la escuchan». Esa es una lección que también nosotros debemos aprender al inicio de este nuevo milenio. Millones y millones de personas esperan una palabra de salvación. Es urgente que «la Palabra del Señor se difunda» en sus corazones y sean consolados.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.