ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Madre del Señor
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor
Martes 10 de julio


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Mateo 9,32-38

Salían ellos todavía, cuando le presentaron un mudo endemoniado. Y expulsado el demonio, rompió a hablar el mudo. Y la gente, admirada, decía: «Jamás se vio cosa igual en Israel.» Pero los fariseos decían: «Por el Príncipe de los demonios expulsa a los demonios.» Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y sanando todo enfermedad y toda dolencia. Y al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor. Entonces dice a sus discípulos: «La mies es mucha y los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Los milagros no expresan solo su fuerza divina; son el signo de que la vida puede cambiar, de que es posible curarse, de que es posible tener un corazón distinto. En los Evangelios se dice que Jesús predicaba y curaba. Es la misma consigna para los discípulos de entonces y de hoy. Jesús envía a la Iglesia a predicar el Evangelio y a curar a los hombres de todas sus enfermedades. Debemos volvernos a interrogar sobre la consigna que nos hace el Señor sobre el «poder» (es decir, una fuerza eficaz) de «tocar el corazón» con la predicación del Evangelio y de llevar a cabo milagros de curación. El Evangelio nos presenta a un «endemoniado mudo», un enfermo que era incapaz de hablar. Jesús le devuelve la palabra. Realmente el único que sabe conmoverse ante los débiles, el único que antepone los problemas de los demás a los suyos es aquel que es compasivo. Hoy nuestras ciudades están llenas de hombres y de mujeres mudos porque no saben con quién hablar, no tienen nadie a quien dirigirse para presentarle sus peticiones, sus angustias, sus derechos. Solo hay que pensar en los muchos ancianos que viven cada vez más solos a medida que se van haciendo mayores. También somos mudos y sordos cuando no tenemos a nadie que nos plantee preguntas, alguien que pueda devolvernos la palabra, como hizo Jesús con aquel hombre. Sí, necesitamos escuchar el evangelio para poder volver a hablar. Muchas veces estamos mudos porque estamos llenos de palabras vacías. Y todo aquel que deja que el Evangelio toque su corazón vuelve a hablar, a rezar, a exhortar, a perdonar y también a corregir. También nosotros podemos expresar nuestro asombro junto a aquellas muchedumbres que rodeaban a Jesús: «Jamás se vio cosa igual en Israel». Jesús continúa su misión y nosotros, junto a él, somos invitados a recorrer las calles y las plazas de nuestras ciudades con su misma compasión para llevar a cabo «milagros» de misericordia. La compasión de Jesús nos abre los ojos y nos permite ver sobre todo a los pobres y a los débiles, nos permite inclinarnos ante todos aquellos que en este mundo están «cansados y abatidos como ovejas que no tienen pastor». Y Jesús continúa diciendo: «La mies es mucha y los obreros pocos». Hace falta rezar al Padre para que envíe obreros misericordiosos. Descubriremos que el Señor nos invita también a nosotros a convertirnos en obreros para todos aquellos que están a merced de la violencia, de la soledad, de la tristeza, de la guerra y de la pobreza.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.