ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de Jesús crucificado
Palabra de dios todos los dias

Memoria de Jesús crucificado

Recuerdo de José de Arimatea, discípulo del Señor que «esperaba el Reino de Dios» Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de Jesús crucificado
Viernes 31 de agosto

Recuerdo de José de Arimatea, discípulo del Señor que «esperaba el Reino de Dios»


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Mateo 27,57-61

Al atardecer, vino un hombre rico de Arimatea, llamado José, que se había hecho también discípulo de Jesús. Se presentó a Pilato y pidió el cuerpo de Jesús. Entonces Pilato dio orden de que se le entregase. José tomó el cuerpo, lo envolvió en una sábana limpia y lo puso en su sepulcro nuevo que había hecho excavar en la roca; luego, hizo rodar una gran piedra hasta la entrada del sepulcro y se fue. Estaban allí María Magdalena y la otra María, sentadas frente al sepulcro.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hoy la Iglesia recuerda a José de Arimatea, «miembro respetable del Consejo, que esperaba también el Reino de Dios» (Mc 15,43). Los cuatro evangelistas lo recuerdan al término de la narración de la Pasión. Destacan que se había hecho discípulo de Jesús, pero a escondidas por miedo. Se mostró públicamente en el momento de la muerte de Jesús, cuando todos los discípulos abandonaron a su Maestro. Cuando todo podía parecer haber ya terminado, José encuentra la valentía de ir a encontrar a Pilato para pedirle el cuerpo de Jesús. El sol estaba ya en el ocaso y la noche estaba a punto de caer sobre Jerusalén. Con el sol se apagaba también la luz de la palabra de aquel maestro. Todo parecía haber acabado con aquella muerte tan vergonzosa. La indignación por aquella muerte lo impulsó a salir y a manifestar su amor por aquel Maestro. El mal, que hasta entonces había seguido su camino sin obstáculos, encontraba ahora a un hombre bueno que se oponía a su poder. Aquella muerte no había sido en vano. Un hombre bueno hacía frente al mal y mostraba misericordia. José encontró a Nicodemo, también discípulo de Jesús a escondidas, y juntos mostraron públicamente su amor por aquel Maestro. El evangelista Marcos destaca que José «compró una sábana y lo descolgó de la cruz; lo envolvió luego en ella y lo puso en un sepulcro». Aquella tarde del viernes, mientras la noche parecía envolverlo todo, aquellos dos discípulos muestran una luz que vence el miedo y que manifiesta la fuerza del amor.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.