ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de Jesús crucificado
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de Jesús crucificado
Viernes 5 de octubre


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas 10,13-16

«¡Ay de ti, Corazín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que se han hecho en vosotras, tiempo ha que, sentados con sayal y ceniza, se habrían convertido. Por eso, en el Juicio habrá menos rigor para Tiro y Sidón que para vosotras. Y tú, Cafarnaúm, ¿hasta el cielo te vas a encumbrar? ¡Hasta el Hades te hundirás! «Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha; y quien a vosotros os rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Jesús acaba de exhortarles a los setenta y dos a ir por todas las ciudades para predicar el Evangelio. Sin embargo, añade que si alguna de las ciudades no acepta su predicación deben abandonarla sacudiéndose incluso el polvo que haya quedado pegado a sus sandalias. Llegados a este punto Jesús se dirige directamente a Corazín y a Betsaida, dos ciudades de Galilea, amenazándolas de quedar reducidas a escombros. Aquellas ciudades, a pesar de la predicación misma de Jesús y de los muchos milagros que había llevado a cabo durante aquel tiempo, no habían cambiado ni su vida ni su comportamiento pecaminoso. Además de aquellas dos ciudades, añade también Cafarnaún, la ciudad que había elegido como su nueva residencia junto al grupo de los Doce. Cafarnaún, aun habiendo recibido este trato de privilegio a través de la presencia física de Jesús, no correspondió al amor del que había sido objeto y continuó, sorda e ingrata. Son palabras durísimas que deberían hacer que nos preguntemos cómo nuestras ciudades organizan su vida. ¡Cuántas veces también nuestras ciudades contemporáneas son sordas a la predicación evangélica! Evidentemente, también los discípulos de Jesús debemos preguntarnos si sabemos comunicar el Evangelio al corazón de nuestras ciudades y de nuestros pueblos. A menudo corremos el riesgo de repetir cansinamente doctrinas y ritos que pasan por encima de la gente sin provocar ningún cambio. El mismo viaje que Jesús está haciendo hacia Jerusalén nos indica también a nosotros la responsabilidad que tienen los cristianos de entrar en nuestras ciudades para afirmar el primado de Jesús como salvador y no los mitos o los poderes que aplastan la vida de millones y millones de pobres y de débiles que quedan a los márgenes de las megalópolis contemporáneas. Jesús va a Jerusalén para dar su vida, para ser él mismo la primera levadura, la primera luz, la primera semilla de una ciudad nueva hecha a medida humana. Quien no lo acoge, e incluso lo rechaza, prepara su propia ruina. Incluso Tiro y Sidón -dice Jesús- se habrían convertido al oír las palabras y al ver las obras que se cumplían aquellos días. No dejemos que el Evangelio sea predicar en vano. Debemos ser conscientes de la responsabilidad que el Señor nos confía ante las grandes ciudades contemporáneas: «Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha; y quien a vosotros os rechaza, a mí me rechaza». Cada palabra predicada viene de las alturas. Es una responsabilidad para quien predica y para quien escucha.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.