ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los santos y de los profetas
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas
Miércoles 10 de octubre


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas 11,1-4

Y sucedió que, estando él orando en cierto lugar, cuando terminó, le dijo uno de sus discípulos: «Señor, enséñanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos.» El les dijo: «Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu Nombre,
venga tu Reino, danos cada día nuestro pan cotidiano, y perdónanos nuestros pecados
porque también nosotros perdonamos a todo el que nos
debe,
y no nos dejes caer en tentación.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Evangelio de Lucas en varias ocasiones dice que Jesús se retira a lugares solitarios para rezar, y a menudo de noche. Era una experiencia totalmente singular para los discípulos poder asistir a la escena de Jesús orando. Lo observaban atentamente mientras rezaba. Al finalizar uno de estos momentos de oración de Jesús, un discípulo se le acerca y en nombre de todos le pide: «Señor, enséñanos a orar». Efectivamente, tenemos una extrema necesidad de aprender a orar, y a orar como lo hacía el mismo Jesús, con la misma confianza y la misma cercanía que tenía con el Padre que estaba en los cielos. Jesús se dirigía a Él, precisamente, como Hijo que era. Lo extraordinario y totalmente inconcebible para la mente humana es que podamos dirigirnos a Dios con las palabras mismas que utilizaba Jesús, con la misma actitud que Jesús tenía hacia Él. Jesús quiere que nos unamos a su oración de Hijo. E inmediatamente aclara que se trata de un Padre que es común a todos nosotros, un Padre «nuestro», el Padre de una familia de hermanos, no un ente anónimo que está lejos de la vida en un olimpo desencarnado. Jesús quiere que los discípulos se reúnan en una sola familia, la familia de Dios, que tiene su propio Padre. En la oración la primera actitud que Jesús pide que tengan los discípulos es la de reconocerse hijos, es más, niños que confían totalmente en el Padre común. Más que multiplicar palabras, la oración es un acto de confianza y de abandonarse a Dios. Solo las palabras que nacen en el corazón llegan hasta el cielo de Dios, hasta su corazón. Jesús pone en nuestra boca las palabras de alabanza al Padre para que su nombre sea alabado y venga pronto su reino entre los hombres. Precisamente para eso envió el Padre a su Hijo a la tierra. El Reino presenta una urgencia que los discípulos deben comprender e invocar. Los hombres están sometidos por muchas tiranías más o menos visibles pero inexorables. Por eso es necesario que venga pronto el reino de Dios, el reino del amor, de la justicia y de la paz. Y luego Jesús nos hace pedir el pan para cada día y el perdón mutuo: pan y perdón, dos dimensiones esenciales para nuestra vida sobre todo en este tiempo en el que parece que crece la pobreza y aumenta el espíritu de conflicto y de violencia. Esta oración que puebla desde hace siglos el corazón de los cristianos es un tesoro precioso que debe continuar marcando las horas y los días de los discípulos.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.