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Recuerdo de san Juan XXIII (+ 1963) y de la apertura del concilio Vaticano II (1962-1965). Leer más

Libretto DEL GIORNO
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Jueves 11 de octubre

Recuerdo de san Juan XXIII (+ 1963) y de la apertura del concilio Vaticano II (1962-1965).


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas 11,5-13

Les dijo también: «Si uno de vosotros tiene un amigo y, acudiendo a él a medianoche, le dice: "Amigo, préstame tres panes, porque ha llegado de viaje a mi casa un amigo mío y no tengo qué ofrecerle", y aquél, desde dentro, le responde: "No me molestes; la puerta ya está cerrada, y mis hijos y yo estamos acostados; no puedo levantarme a dártelos", os aseguro, que si no se levanta a dárselos por ser su amigo, al menos se levantará por su importunidad, y le dará cuanto necesite.» Yo os digo: «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá. ¿Qué padre hay entre vosotros que, si su hijo le pide un pez, en lugar de un pez le da una culebra; o, si pide un huevo, le da un escorpión? Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Jesús nos dio la oración del «Padre nuestro», un tesoro precioso que se ha convertido en compañía cotidiana de la oración de los cristianos desde hace veinte siglos. Pero Jesús conoce las dudas que tienen los discípulos sobre la eficacia de la oración. Podríamos decir que conoce también el riesgo que comporta reducir solo a palabras el mismo «Padre nuestro». Por eso quiere aclarar las dudas que surgen en el corazón de los discípulos. Además, sin la oración no es posible salvarse. Es necesario orar con la certeza de que el Padre que está en los cielos nos escucha y atiende nuestras súplicas. Jesús insiste en que los discípulos deben orar con fe e insistencia. Y a ese propósito narra dos parábolas. La primera, la del amigo inoportuno, es casi un comentario de la cuarta invocación del «Padre nuestro», es decir, «danos hoy nuestro pan de cada día». Con esta parábola Jesús parece querer que los discípulos sean también «inoportunos» con el Padre en la oración. Sí, los discípulos deben insistir cuando piden. «Yo os digo: pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá», les repite a los discípulos. Y los tranquiliza diciéndoles que les pasará también a ellos lo mismo que sucede en la parábola. La oración insistente parece obligar a Dios «a levantarse» y atender nuestra petición. Y Dios, continúa diciendo Jesús con la segunda parábola, no solo contestará, sino que dará siempre cosas buenas a sus hijos. Él escucha siempre a los que se dirigen a él con confianza. Realmente la oración -la del hijo que confía totalmente en el Padre- tiene una fuerza increíble, es capaz de «doblegar» a Dios hacia nosotros. Por eso en toda la tradición de la Iglesia la insistencia en la oración es uno de los pilares irrenunciables de la vida espiritual. Por desgracia -a causa, entre otros motivos, del ritmo desenfrenado de la vida de hoy día- nos cuesta orar y raramente somos perseverantes en la oración, sobre todo, en la oración común. No pocas veces nuestra confianza es realmente limitada. Dejemos que esta página evangélica toque nuestro corazón y descubriremos la fuerza y la eficacia de la oración en nuestra vida y en la vida de aquellos por los que rezamos. La oración salva la vida. Por eso es fundamental encontrar tiempo para dirigirse a Dios cada día y presentarle nuestra vida y la vida del mundo para que intervenga y salve a todos del mal.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.