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Memoria de los apóstoles
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Libretto DEL GIORNO
Memoria de los apóstoles
Viernes 30 de noviembre

Recuerdo del apóstol Andrés


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si morimos con él, viviremos con él,
si perseveramos con él, con él reinaremos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Mateo 4,18-22

Caminando por la ribera del mar de Galilea vio a dos hermanos, Simón, llamado Pedro, y su hermano Andrés, echando la red en el mar, pues eran pescadores, y les dice: «Venid conmigo, y os haré pescadores de hombres.» Y ellos al instante, dejando las redes, le siguieron. Caminando adelante, vio a otros dos hermanos, Santiago el de Zebedeo y su hermano Juan, que estaban en la barca con su padre Zebedeo arreglando sus redes; y los llamó. Y ellos al instante, dejando la barca y a su padre, le siguieron.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si morimos con él, viviremos con él,
si perseveramos con él, con él reinaremos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

La Iglesia hoy recuerda el apóstol Andrés, el primero en ser llamado. Esta efeméride nos recuerda que el cristiano es ante todo un discípulo, es decir, un hombre, una mujer, que escucha al Señor y lo sigue. Andrés, hijo de Jonás y hermano de Simón Pedro, era originario de Betsaida y era un pescador junto a su hermano. Jesús lo llamó mientras arreglaba las redes; las dejó inmediatamente y siguió a aquel maestro. Según la tradición Andrés anunció el Evangelio en Siria, en Asia Menor y en Grecia y murió en Patras, crucificado como su Maestro. La ortodoxia lo venera como el primer obispo de la Iglesia de Constantinopla. El Evangelio de Marcos lo une a los llamados primeros cuatro. Todos, efectivamente, después del encuentro con Jesús empezaron a seguirlo. La Iglesia, toda comunidad cristiana, toda experiencia religiosa empieza siempre con un encuentro. Pero no se trata de saludos apresurados, ni de distracciones de salón. ¡Cuántas veces llenamos nuestro tiempo con conversaciones fútiles o derrochamos un mar de palabras! Aquí tenemos una invitación directa y clara de Jesús: «Venid conmigo y os haré pescadores de hombres». Andrés y Simón, llamado Pedro, toman en serio esta invitación, dejan las redes y lo siguen. ¿Por qué seguirlo? Es difícil explicar el futuro de Dios a quien, como nosotros, es analfabeto de su palabra y de su amor. Y aquel maestro explica el futuro de Dios de la única manera en que esos pescadores pueden entenderlo, quizás en la única manera en que puede entusiasmarlos: «Continuaréis siendo pescadores, pero pescadores de hombres». Para este tipo de pesca hay que dejar la barca de siempre y ponerse en camino, no sobre el agua, sino por la tierra de los hombres, quizás más móvil e insegura que las aguas de aquel lago. Ya no están en un mar de agua, es el mar de hombres y mujeres, es la multitud de personas que como un mar los absorberá y los arrollará. Andrés, junto a los otros tres, acoge la invitación de Jesús. No eres tú el que elige, es otro el que te mira, te ama y te llama. En realidad, Jesús es el primer «pescador de hombres», y llama a aquellos pobres pescadores. No somos nosotros los que tenemos que juzgar si somos o no somos dignos, o si los otros lo son; estos juicios siguen una lógica mundana. En la perspectiva del Evangelio nosotros solo tenemos que escuchar la invitación, acogerla y responder, como hicieron aquellos cuatro. Seguir a Jesús no es una elección de héroes o de espíritus superiores. Los cuatro primeros eran comunes pescadores: escucharon a Jesús, confiaron en él y lo siguieron. Este es el secreto de la fe y de la Iglesia.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.