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Liturgia del domingo
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 2 de septiembre

XXII del tiempo ordinario


Primera Lectura

Deuteronomio 4,1-2.6-8

Y ahora, Israel, escucha los preceptos y las normas que yo os enseño para que las pongáis en práctica, a fin de que viváis y entréis a tomar posesión de la tierra que os da Yahveh, Dios de vuestros padres. No añadiréis nada a lo que yo os mando, ni quitaréis nada; para así guardar los mandamientos de Yahveh vuestro Dios que yo os prescribo. Guardadlos y practicadlos, porque ellos son vuestra sabiduría y vuestra inteligencia a los ojos de los pueblos que, cuando tengan noticia de todos estos preceptos, dirán: "Cierto que esta gran nación es un pueblo sabio e inteligente." Y, en efecto, ¿hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está Yahveh nuestro Dios siempre que le invocamos? Y ¿cuál es la gran nación cuyos preceptos y normas sean tan justos como toda esta Ley que yo os expongo hoy?

Salmo responsorial

Salmo 14 (15)

Yahveh, ¿quién morará en tu tienda?,
¿quién habitará en tu santo monte?

El que ando sin tacha,
y obra la justicia;
que dice la verdad de corazón,

y no calumnia con su lengua;
que no daña a su hermano,
ni hace agravio a su prójimo;

con menosprecio mira al réprobo,
mas honra a los que temen a Yahveh;
que jura en su perjuicio y no retracta,

no presta a usura su dinero,
ni acepta soborno en daño de inocente.
Quien obra así jamás vacilará.

Segunda Lectura

Santiago 1,17-18.21-22.27

toda dádiva buena y todo don perfecto viene de lo alto, desciende del Padre de las luces, en quien no hay cambio ni sombra de rotación. Nos engendró por su propia voluntad, con Palabra de verdad, para que fuésemos como las primicias de sus criaturas. Por eso, desechad toda inmundicia y abundancia de mal y recibid con docilidad la Palabra sembrada en vosotros, que es capaz de salvar vuestras almas. Poned por obra la Palabra y no os contentéis sólo con oírla, engañándoos a vosotros mismos. La religión pura e intachable ante Dios Padre es ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas en su tribulación y conservarse incontaminado del mundo.

Lectura del Evangelio

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ayer fui sepultado con Cristo,
hoy resucito contigo que has resucitado,
contigo he sido crucificado,
acuérdate de mí, Señor, en tu Reino.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Marcos 7,1-8.14-15.21-23

Se reúnen junto a él los fariseos, así como algunos escribas venidos de Jerusalén. Y al ver que algunos de sus discípulos comían con manos impuras, es decir no lavadas, - es que los fariseos y todos los judíos no comen sin haberse lavado las manos hasta el codo, aferrados a la tradición de los antiguos, y al volver de la plaza, si no se bañan, no comen; y hay otras muchas cosas que observan por tradición, como la purificación de copas, jarros y bandejas -. Por ello, los fariseos y los escribas le preguntan: «¿Por qué tus discípulos no viven conforme a la tradición de los antepasados, sino que comen con manos impuras?» El les dijo: «Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, según está escrito: Este pueblo me honra con los labios,
pero su corazón está lejos de mí.
En vano me rinden culto,
ya que enseñan doctrinas que son preceptos de hombres.
Dejando el precepto de Dios, os aferráis a la tradición de los hombres.» Llamó otra vez a la gente y les dijo: «Oídme todos y entended. Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarle; sino lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez. Todas estas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ayer fui sepultado con Cristo,
hoy resucito contigo que has resucitado,
contigo he sido crucificado,
acuérdate de mí, Señor, en tu Reino.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Homilía

«La religión pura e intachable ante Dios Padre es esta: visitar huérfanos y viudas en su tribulación y conservarse incontaminado del mundo». Estas palabras de la epístola del apóstol Santiago, epístola cuya lectura continua empezamos hoy, salen a nuestro encuentro mientras está terminando para muchos el periodo de vacaciones y se reanudan las actividades habituales. Estas palabras, de algún modo, nos introducen al Evangelio que se anuncia este domingo. Jesús todavía está en Galilea, en una zona alejada de la capital y del centro de la religión. Algunos escribas y fariseos llegaron de Jerusalén para discutir con él y acusarlo.
Los fariseos, no obstante, viendo que los discípulos de Jesús no observan las prácticas de purificación antes de comer, se sienten en pleno derecho de preguntarle al maestro: «¿Por qué tus discípulos no viven conforme a la tradición de los antepasados, sino que comen con manos impuras?». Obviamente, no reprochan la transgresión de una norma higiénica sino la transgresión de una prescripción ritual. Jesús, utilizando las palabras de Isaías (29,13), estigmatiza la avaricia de una actitud puramente exterior: «Este pueblo -contesta- me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí, y el respeto que me demuestra son preceptos enseñados por hombres». Es el lamento de Dios por un culto puramente exterior. Y Jesús continúa: «Dejando el precepto de Dios, os aferráis a la tradición de los hombres». Jesús muestra cuál es el corazón de la ley y, volviendo a la crítica por no hacer las abluciones, aclara qué es realmente impuro, es decir, no oportuno para Dios. La impureza no está en las cosas sino en el corazón del hombre: «del corazón de los hombres salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez». De ese modo Jesús aclara que el mal no surge por casualidad, sino que tiene su tierra de cultivo: el corazón. Y también tiene a sus agricultores: los hombres. Nosotros, hombres y mujeres, somos responsables de la amargura de este mundo; unos más, unos menos; nadie puede decir que no va con él. Demasiadas veces nos despreocupamos del corazón pensando que lo que importa es cambiar las estructuras o las leyes. Es evidente que eso hay que hacerlo. Pero el lugar para luchar contra el mal es el corazón. En el corazón se libran las batallas para cambiar realmente el mundo. Y es en el corazón, donde hay que plantar siempre la semilla buena del Evangelio que puede dar frutos de solidaridad, amistad, paciencia, humildad, piedad, misericordia y perdón. Recordemos la conocida parábola del sembrador, que de buena mañana salió para sembrar. Todavía hoy, fiel y generosamente, aquel sembrador sale y echa abundantemente su semilla en el corazón de los hombres. Es tarea nuestra acoger aquella palabra y hacer que crezca para que no solo no sea ahogada por nuestras durezas, sino que pueda dar fruto. Y el apóstol Santiago, casi comentando las palabras de Jesús, afirma: «recibid con docilidad la palabra sembrada en vosotros, que es capaz de salvar vuestras vidas. Poned por obra la palabra y no os contentéis solo con oírla, engañándoos a vosotros mismos».

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.