ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 26 de marzo

V de Cuaresma


Primera Lectura

Ezequiel 37,12-14

Por eso, profetiza. Les dirás: Así dice el Señor Yahveh: He aquí que yo abro vuestras tumbas; os haré salir de vuestras tumbas, pueblo mío, y os llevaré de nuevo al suelo de Israel. Sabréis que yo soy Yahveh cuando abra vuestras tumbas y os haga salir de vuestras tumbas, pueblo mío. Infundiré mi espíritu en vosotros y viviréis; os estableceré en vuestro suelo, y sabréis que yo, Yahveh, lo digo y lo haga, oráculo de Yahveh."

Salmo responsorial

Salmo 129 (130)

Desde lo más profundos grito a ti, Yahveh:

¡Señor, escucha mi clamor!
¡Estén atentos tus oídos
a la voz de mis súplicas!

Si en cuenta tomas las culpas, oh Yahveh,
¿quién, Señor, resistirá?

Mas el perdón se halla junto a ti,
para que seas temido.

Yo espero en Yahveh, mi alma
espera en su palabra;

mi alma aguarda al Señor
más que los centinelas la aurora;
mas que los centinelas la aurora,

aguarde Israel a Yahveh.
Porque con Yahveh está el amor,
junto a él abundancia de rescate;

él rescatará a Israel
de todas sus culpas.

Segunda Lectura

Romanos 8,8-11

así, los que están en la carne, no pueden agradar a Dios. Mas vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros. El que no tiene el Espíritu de Cristo, no le pertenece; mas si Cristo está en vosotros, aunque el cuerpo haya muerto ya a causa del pecado, el espíritu es vida a causa de la justicia. Y si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros.

Lectura del Evangelio

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

Ayer fui sepultado con Cristo,
hoy resucito contigo que has resucitado,
contigo he sido crucificado,
acuérdate de mí, Señor, en tu Reino.

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

Juan 11,1-45

Había un cierto enfermo, Lázaro, de Betania, pueblo de María y de su hermana Marta. María era la que ungió al Señor con perfumes y le secó los pies con sus cabellos; su hermano Lázaro era el enfermo. Las hermanas enviaron a decir a Jesús: «Señor, aquel a quien tú quieres, está enfermo.» Al oírlo Jesús, dijo: «Esta enfermedad no es de muerte, es para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella.» Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. Cuando se enteró de que estaba enfermo, permaneció dos días más en el lugar donde se encontraba. Al cabo de ellos, dice a sus discípulos: «Volvamos de nuevo a Judea.» Le dicen los discípulos: «Rabbí, con que hace poco los judíos querían apedrearte, ¿y vuelves allí?» Jesús respondió: «¿No son doce las horas del día?
Si uno anda de día, no tropieza,
porque ve la luz de este mundo; pero si uno anda de noche, tropieza,
porque no está la luz en él.» Dijo esto y añadió: «Nuestro amigo Lázaro duerme; pero voy a despertarle.» Le dijeron sus discípulos: «Señor, si duerme, se curará.» Jesús lo había dicho de su muerte, pero ellos creyeron que hablaba del descanso del sueño. Entonces Jesús les dijo abiertamente: «Lázaro ha muerto, y me alegro por vosotros de no haber estado allí, para que creáis. Pero vayamos donde él.» Entonces Tomás, llamado el Mellizo, dijo a los otros discípulos: «Vayamos también nosotros a morir con él.» Cuando llegó Jesús, se encontró con que Lázaro llevaba ya cuatro días en el sepulcro. Betania estaba cerca de Jerusalén como a unos quince estadios, y muchos judíos habían venido a casa de Marta y María para consolarlas por su hermano. Cuando Marta supo que había venido Jesús, le salió al encuentro, mientras María permanecía en casa. Dijo Marta a Jesús: «Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano. Pero aun ahora yo sé que cuanto pidas a Dios, Dios te lo concederá.» Le dice Jesús: «Tu hermano resucitará.» Le respondió Marta: «Ya sé que resucitará en la resurrección, el último día.» Jesús le respondió:
«Yo soy la resurrección
El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí,
no morirá jamás.
¿Crees esto?» Le dice ella: «Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo.» Dicho esto, fue a llamar a su hermana María y le dijo al oído: «El Maestro está ahí y te llama.» Ella, en cuanto lo oyó, se levantó rápidamente, y se fue donde él. Jesús todavía no había llegado al pueblo; sino que seguía en el lugar donde Marta lo había encontrado. Los judíos que estaban con María en casa consolándola, al ver que se levantaba rápidamente y salía, la siguieron pensando que iba al sepulcro para llorar allí. Cuando María llegó donde estaba Jesús, al verle, cayó a sus pies y le dijo: «Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto.» Viéndola llorar Jesús y que también lloraban los judíos que la acompañaban, se conmovió interiormente, se turbó y dijo: «¿Dónde lo habéis puesto?» Le responden: «Señor, ven y lo verás.» Jesús se echó a llorar. Los judíos entonces decían: «Mirad cómo le quería.» Pero algunos de ellos dijeron: «Este, que abrió los ojos del ciego, ¿no podía haber hecho que éste no muriera?» Entonces Jesús se conmovió de nuevo en su interior y fue al sepulcro. Era una cueva, y tenía puesta encima una piedra. Dice Jesús: «Quitad la piedra.» Le responde Marta, la hermana del muerto: «Señor, ya huele; es el cuarto día.» Le dice Jesús: «¿No te he dicho que, si crees, verás la gloria de Dios?» Quitaron, pues, la piedra. Entonces Jesús levantó los ojos a lo alto y dijo: «Padre, te doy gracias por haberme escuchado. Ya sabía yo que tú siempre me escuchas;
pero lo he dicho por estos que me rodean,
para que crean que tú me has enviado.» Dicho esto, gritó con fuerte voz: «¡Lázaro, sal fuera!» Y salió el muerto, atado de pies y manos con vendas y envuelto el rostro en un sudario. Jesús les dice: «Desatadlo y dejadle andar.» Muchos de los judíos que habían venido a casa de María, viendo lo que había hecho, creyeron en él.

 

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

Ayer fui sepultado con Cristo,
hoy resucito contigo que has resucitado,
contigo he sido crucificado,
acuérdate de mí, Señor, en tu Reino.

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

Homilía

El Evangelio que hemos leído muestra con claridad la fuerza y la grandeza del amor de Jesús. Se encuentra lejos de la aldea de sus amigos, Marta, María y Lázaro, cuando le llega la noticia de la muerte de su amigo. Para él es peligroso regresar a Judea -había recibido muchas amenazas-, pero decide ir a casa de su amigo de todos modos: no puede mantenerse alejado del sufrimiento y el drama que está viviendo su amigo Lázaro. Para Jesús la amistad es una dimensión profunda de la vida: existe siempre. En cambio, ¡cuántas veces los hombres huyen del sufrimiento de los demás, añadiendo así la amargura de la soledad al drama del mal! No podemos dejar de pensar en tantos hombres y mujeres que todavía hoy se ven aplastados por una piedra pesada. A veces son pueblos enteros, oprimidos por la fría y pesada losa de la guerra, del hambre, de la soledad o de la indiferencia. Son todas ellas piedras frías y pesadas que aplastan, no por casualidad ni por un amargo destino sino por la mala voluntad de los hombres.
Solo Jesús está al lado de tantos Lázaros, y llora por ellos. Le sucederá también a él algunos días después, cuando se quede solo en el huerto de Getsemaní y, debido a la angustia, sude sangre. Jesús está solo delante de Lázaro, manteniendo la esperanza contra viento y marea. Incluso las hermanas tratan de disuadirlo mientras pide abrir la tumba. "Señor, ya huele; es el cuarto día", le dice Marta. Pero Jesús no se detiene, su cariño por Lázaro es mucho más fuerte que la resignación de las hermanas; es mucho más sabio que la racionalidad misma, que la evidencia misma de las cosas. El amor del Señor no conoce límites, ni siquiera los de la muerte, sino que quiere lo imposible. Por eso la tumba no es la morada definitiva de los amigos de Jesús, y grita: "¡Lázaro, sal afuera!". El amigo oye la voz de Jesús, tal y como está escrito: "Las ovejas conocen su voz", y el buen pastor "a sus ovejas las llama una por una y las saca fuera" (Jn 10, 3). Ya el profeta Ezequiel nos había transmitido las palabras de Dios: "Voy a abrir vuestras tumbas; os haré salir de vuestras tumbas, pueblo mío" (37, 12). Lázaro escucha y sale. Jesús no habla a un muerto, sino a un vivo, a uno que duerme, quizá por ello grita e invita a los demás a desatar las vendas del amigo. Pero al desatar a Lázaro "muerto", Jesús en verdad desata a cada uno de nosotros de su egoísmo, su frialdad, su indiferencia, de la muerte de los sentimientos. Cuenta una antigua tradición oriental que después de resucitar Lázaro no comió nada más que dulces, como para subrayar que la vida que dona el Señor es dulce, bella; que los sentimientos que él deposita en el corazón son fuertes y sólidos, y a la vez tiernos y amorosos, y derrotan toda amargura y aspereza. "Yo soy la resurrección", dice el Señor. En su Evangelio, en su cuerpo, la vida resucita. "¡Lázaro, sal afuera!" Jesús llama a cada uno por su nombre. El nombre significa toda la vida de un hombre, y él la defiende del mal. Su amor es personal. Hoy la amistad de Dios, que vemos reflejada en la amistad que él genera entre los hombres, llama a la alegría a los corazones y a un mundo reducido a tumbas. Lázaro anticipa la Pascua cuando Jesús mismo, amigo del sufrimiento de cada hombre, será arrebatado por el mal. ¿Sabremos nosotros ser amigos suyos y conmovernos por él? Esta es la decisión de la Cuaresma.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.