“Busquemos un Evangelio feliz y un amor radical.” El cardenal Matteo Zuppi celebra en Barcelona una liturgia de acción de gracias por el aniversario de la Comunidad

El cardenal Matteo Zuppi celebró el 54 aniversario de la Comunidad de Sant’Egidio en la Basílica de Santa María del Mar de Barcelona: “Busquemos un Evangelio feliz y un amor radical, inspirado por el Espíritu que es alegría, abriendo los ojos al mundo y a los pobres. Que el Señor haga que la Comunidad, en medio de tanto individualismo y soledad, sea una casa acogedora, de amor por todos, especialmente por los pobres. Casa de Dios.” 

 

En el incomparable marco de la basílica de Santa María del Mar, el variado “pueblo” de Sant’Egidio de Barcelona se reunió el pasado 14 de junio para celebrar el 54 aniversario de la Comunidad con una liturgia presidida por el cardenal Matteo Maria Zuppi, arzobispo de Bolonia y amigo desde hace muchos años de las Comunidades de Cataluña y de toda España, a las que ha acompañado con afecto y amistad desde sus inicios.

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Homilía del cardenal Matteo Zuppi en ocasión de la celebración del 54 aniversario de la Comunidad de Sant’Egidio en Barcelona:

 

La celebración del aniversario, nuestro cumpleaños común, nos ayuda a contar los años que pasan y sobre todo simplemente a dar gracias porque es un amor mío y nuestro, nuestro y de todos, regalado para todos.

 

¡El amor de Dios nunca es exclusivo! Demos gracias y alabemos a Dios por su increíble decisión –una decisión realmente sin límites por parte de Aquel que entra en nuestro límite– de revestirse de nuestra debilidad para que comprendamos cuál es nuestra verdadera fuerza y para que no nos creamos todopoderosos, haciendo ver que no existe la fragilidad, el sufrimiento y la muerte, borrándolas o convirtiéndolas en motivo de vergüenza, como si fueran una culpa frente a la vida que asociamos con el bienestar y no con el amor, con el tener y no con el ser. A Dios, que es vida verdadera porque es amor pleno, libre y gratuito, lo contemplamos crucificado, condenado, víctima. Amar a Dios nos permite comprender qué es lo que importa y qué queda de nuestra vida y nos ayuda a amar a todos los pobres cristos crucificados junto a él. Los vemos en esta trágica y terrible guerra, parte de una guerra que es mundial en todas partes porque somos todos hermanos y todo lo que es "genuinamente humano" resuena en nuestro corazón.

 

Los hombres siguen creando instrumentos de muerte para terminar ellos mismos crucificados. ¡Las armas que utilizamos siempre hieren a quien utiliza la espada, como advierte Jesús a Pedro! Y también por esto damos gracias: por una casa que nunca se ha acostumbrado a la violencia, que en la Babel del mundo intenta hablar la lengua de Dios, la de los pequeños y de los humildes, la de Pentecostés, la que todos comprenden como lengua familiar y que nos convierte en familiares de todos. Damos gracias porque nos ha llevado –siempre con dulzura pero con determinación, con la fuerza de la persuasión y de una vida más hermosa que la de pensar en uno mismo– a pararnos ante el hombre medio muerto, a no resignarnos, a amarlo como prójimo y no como a un usuario, a sentirnos en casa en Cataluña como en todo el mundo, a hablar catalán y también la lengua universal del Espíritu. Damos las gracias por una larga historia, que en ciertos aspectos parece estar siempre en sus inicios, entre otras cosas porque la vida se alarga viviéndola, con las inevitables heridas y con la sabiduría de contar nuestros días y de medir siempre el soplo que es. Hemos comprendido que quien quiere conservar su vida, la pierde, personalmente y como Iglesia. Hoy celebramos esta fiesta siendo conscientes de la gracia y con una gran comunión con los amigos y los hermanos han sido compañeros de camino.

 

El verdadero desafío de la Iglesia es ser comunión, que es lo contrario de la idolatría del individualismo y de la pandemia que aísla y divide. A medida que uno crece se vuelve fácilmente conservador, porque piensa que así protege el bien que tiene y que no quiere perder. Pero precisamente conservar, vivir para nosotros mismos y poseer es lo que nos hace perder. Los años pasan y sentimos la alegría de un horizonte que nos espera, un horizonte indicado por Jesús, que envía a los suyos hasta los confines de la tierra. El verdadero horizonte es la vida del cielo, que empezamos a contemplar en la tierra. No dejemos de estar inquietos, buscando, insatisfechos no por nosotros sino porque hay demasiado dolor y demasiadas divisiones. Al mismo tiempo, seamos capaces de contentarnos por lo que tenemos, de reconocer las numerosas gracias y de desear y soñar lo mejor para los pobres. El horizonte se deja alcanzar y al mismo tiempo se abre ante nosotros. También al final oiremos el "sígueme" y contestaremos a la pregunta de un enamorado: "¿Tú me amas?".

 

Nos lo recuerdan también nuestros hermanos que nos han precedido. Esta tarde quiero recordar a Ramon, cuya muerte tan joven provocó muchas preguntas y muchas lágrimas, pero que también suscitó la responsabilidad de caminar por él. Un pedagogo de Bolonia, fallecido recientemente, decía que para vivir hay que tener una mirada bifocal: mirar al mismo tiempo el punto en el que estamos y el horizonte. Yo diría que la Comunidad nos ha ayudado a encontrar nuestro yo sin ponerlo en el centro y sin relativizarlo todo según él. Hemos encontrado nuestro yo sin medicalizarlo, sin matar al prójimo, sin pasar el tiempo coleccionando interpretaciones, precisamente porque mirábamos el horizonte. Y el horizonte ha sido el niño de la escuela de la paz, en el que hemos visto todo el mundo y también el hombre y la mujer que serán y que será si nosotros queremos y lo ayudamos. El horizonte también es el de un anciano que nos enseña la vida de verdad, con su grandeza y con su debilidad. El horizonte ha sido un refugiado que busca un futuro y que pide no solo acogida o algunas normas que seguir –¿aunque de verdad es solo eso concebirse juntos?– sino ser ya hoy hermano de todos, no un usuario anónimo. A veces pensamos que basta con hacer que todos tengan derechos individuales, pero olvidamos que es una hipocresía garantizar esos derechos sin ayudar a vivir y sin defender y amar los derechos colectivos, el derecho del prójimo a ser amado, del hermano a ser cuidado, del niño a crecer, del que está desnudo a poderse vestir, del encarcelado o el enfermo a recibir una visita, es decir, el derecho a tener a alguien que se ocupe de su sufrimiento. El problema no es intentar explicarlo todo o creer que si todo es posible entiendo más quién soy yo. ¡Me cuesta más porque el yo solo entiende quién es cuando encuentra al prójimo! El problema es amarlo todo, respondiendo siempre con la humildad del amor y del servicio, escuchando y viviendo la Palabra de Dios que nos hace comprender y hacer todas las cosas. La Iglesia no vive para ella misma sino que es solo una madre que sirve a los hermanos y las hermanas.

 

Hoy miramos con gran preocupación el mundo, convertido en un hospital de campaña, lleno de terribles sufrimientos, ocultos, poco consolados porque un gran individualismo rige la vida y disipa el amor. Demos gracias por el carisma de la Comunidad, que crece con nosotros, que no es una geometría o un taller o un extracto de consejos, sino una historia humana. La Comunidad crece con nosotros siempre precisamente porque solo es don, solo es gracia, y es mucho más grande que nuestra miseria. En este tiempo de pandemia vivamos la alegría de ser suyos, de defender a los más débiles, de no dejar a nadie atrás. ¡Cuántos Nabot son víctimas de la arrogancia de Ajab y no tienen a nadie que les defienda! La Comunidad no deja de ayudarnos a vivir aquel amor desarmado que vence a las armas, el único que salva el ojo para que siga viendo, que derrota la fuerza –inquietante– del mal con el amor posible hacia todos. ¡Amemos a los enemigos porque solo el amor permite ver en el extraño, en el peligro, en la amenaza, en la confrontación a nuestro hermano! En un mundo de tanta enemistad, que se vuelve violento como siempre ocurre con el egocentrismo individual o de grupo, si amamos a quienes nos aman, a los nuestros o a quienes nos sirven, ¿qué recompensa tenemos? ¡La recompensa no son nuestros méritos! ¡Es el amor que recibes del Señor y de los demás, y te la dan ellos, no la calculas o la impones tú! Si saludamos a los que nos saludan, ¿qué hacemos de extraordinario? Nosotros no somos fenómenos, sino mendigos llenos de amor, que saludan primero porque es la manera de manifestar interés, de regalar atención, de derrotar la indiferencia y la condena a ser considerado un extraño. La indiferencia rechaza. El saludo atrae. Una sola es la invitación, dirigida a todos, a los más pequeños que hacen las cosas grandes de los jóvenes por la paz, a los ancianos que no dejan de soñar, a adultos que se apartan de la ley fluida e invasiva del "piensa en ti", "sálvate a ti mismo": sed perfectos como perfecto es vuestro Padre del cielo. ¿Perfectos? Somos pecadores y seguiremos siendo pecadores pero buscamos un amor pleno, libre de muchas obsesiones porque Dios tiene una mirada que es capaz de ver nuestra mezquindad pero también aquel poco de generosidad que tenemos.

 

Busquemos un Evangelio feliz y un amor radical, inspirado por el Espíritu que es alegría, abriendo los ojos al mundo y a los pobres. Que el Señor haga que la Comunidad, en medio de tanto individualismo y soledad, sea una casa acogedora, de amor por todos, especialmente por los pobres. Casa de Dios. Que así sea.