Las muertes en el mar no son una historia del pasado, sino un drama de hoy. Recordar la masacre de Lampedusa implica trabajar para rescatar, acoger e integrar

El 3 de octubre es Día Nacional en Recuerdo de las Víctimas de la Inmigración

Todos recordamos el 3 de octubre de 2013, cuando 368 inmigrantes murieron en el mar, frente a la isla de Lampedusa. Fue el primer gran naufragio que sacudió la conciencia de muchos. Sin embargo, desde entonces, la gente ha seguido muriendo en el Mediterráneo.

El número de muertos y desaparecidos en el mar desde aquel día es desgarrador: 25.652, en menos de 10 años.

Las rutas han cambiado, pero no las tragedias. Hace unos días se conoció la noticia de la muerte de 80 personas que huían del Líbano.

Sant'Egidio guarda sus nombres e historias y los recuerda obstinadamente en las oraciones «Morir de esperanza» que en muchas ciudades europeas, junto con otras asociaciones y comunidades religiosas, mantienen vivo el recuerdo y la invocación por los migrantes que pierden la vida mientras viajan a Europa.
El Día Nacional en Recuerdo de las Víctimas de la Inmigración, que se instituyó en Italia en 2016, 3 años después de aquel terrible naufragio, es una oportunidad para reflexionar y tomar decisiones urgentes: no dejar de rescatar en el mar y crear recursos legales, como corredores humanitarios, que acojan a los migrantes. Muchos de los que llegaron a Italia fueron acogidos y se han convertido en un recurso para el país.

Entre los cientos de historias que se podrían contar, en esta ocasión recordamos la de Tadese, el último que se salvó del naufragio del 3 de octubre en Lampedusa. Aquella noche, un pescador, cogiéndolo del cinturón de los pantalones, logró subirlo al barco y le salvó la vida.

Tadese procedía de Eritrea, donde nació en 1985. Tras cruzar Etiopía y Sudán, vivió un terrible periodo en Libia. Desde allí partió hacia Italia con un barco, junto con otras 500 personas, en aquella travesía que pasó a la historia como una de las más trágicas del Mediterráneo.

Hoy Tadese vive en Roma, trabaja como cuidador de un anciano, que con él ha recuperado la calidez de una familia. Le gusta definirse como «nuevo europeo». Con el movimiento «Gente de Paz» de la Comunidad de Sant'Egidio, ayuda a otros refugiados como él, especialmente a los que están presos en  Libia, un país donde se han puesto en marcha últimamente algunos corredores humanitarios.

Cuando le preguntan por qué lo hace, responde: «Ayer me salvé yo, hoy debo salvar yo a los demás. No podría hacer otra cosa. No hay que morir en el mar para huir de tu país en la guerra».