A nuestro alrededor hay mucha soledad, se ve la fuerza violenta del mal. Pero también la fuerza del pequeño bien que podemos hacer en un desierto tan grande. Artículo de Andrea Riccardi

A nuestro alrededor hay mucha soledad, se ve la fuerza violenta del mal. Pero también la fuerza del pequeño bien que podemos hacer en un desierto tan grande.

Fotos de Sant'Egidio

 

María, aquejada del mal de vivir, lleva 30 años en un hospicio. La única luz de su día es su hermana, que la visita todos los días.

En Navidad, escuchando el Evangelio de Lucas, encontramos las figuras de los anawim, los humildes, que pueblan las historias del nacimiento y la infancia de Jesús. No son figuras remotas ni míticas. Los humildes de espíritu aún existen. Aunque no siempre podemos verlos, porque a veces nuestra vida es apresurada o despreciadora. Quisiera contar una historia que he vivido de cerca. 

Una mujer, que pasa de los setenta y a la que llamaré María, lleva más de treinta años en una residencia. Llegó allí en una situación muy grave después de vagar por otros centros. Cuando era joven había intentado suicidarse tras una relación que terminó mal con un hombre. 

El resultado fue terrible. Ya no camina. Apenas habla. Ha ido perdiendo la vista. Ahora está ciega. Su estado físico ha ido empeorando. A pesar de todo, siempre ha luchado contra el clima anónimo de la residencia, y ha encontrado ayuda en algunas visitas externas. 

El padre Oreste Benzi, fundador de la Comunidad Juan XXIII, tenía razón: «Dios creó la familia, el hombre ha creado la residencia». La vida en la residencia es dura. Los días son largos y pasan sin nada que hacer. Varias personas en una misma habitación: mundos aislados que se molestan o se ignoran. El personal no siempre está a la altura. La comida, de mala calidad, la trae un cátering. He visto que muchas veces los ancianos, en una residencia, se niegan a ingerir una comida que es siempre igual, y a veces está fría. No hay tiempo para alimentarlos con cuidado. Entonces se les alimenta por vía intravenosa. Es el inicio de un deterioro más. 

La única luz, en la oscuridad de los días de María, es su hermana, que siempre la ha visitado a diario y le lleva comida. Había instalado una nevera pequeña en la terraza que hay frente a la habitación, pero la obligaron a quitarla. 

La hermana de María, con su fidelidad, es una de las anawim. Una persona sencilla y modesta, que tiene familia, cruza Roma todos los días en autobús: dos horas de ida y vuelta. Una fidelidad admirable, que no teme al cansancio ni a la distancia. La hermana ha ayudado a resistir a María, que ha tenido una vida vacía de todo, aislada, llena de dolor y soledad. Conocer a María, con su pobreza, nos hace comprender cuánto dolor hay a nuestro alrededor y lo ricos que somos, incluso de cosas que consideramos normales e irrelevantes. Pero, sobre todo, demuestra que un amor fiel, el de su hermana, puede ser la única luz para una persona que está inmensamente sola y realmente a oscuras. 

María, durante más de tres décadas, ha vivido encerrada en su cuerpo y en un entorno pequeño y descuidado. Cuesta entender lo que dice. Utiliza un móvil viejo, su única conexión con el exterior, pero sus mensajes no son muy comprensibles. 

Hace unos años, le encontraron un bulto en un pecho. No quiso tratamientos ni operaciones. Había sufrido mucho y no creía que pudiera sufrir aún más. Ahora está acurrucada en la cama, pasando días que son todos iguales, mientras la enfermedad avanza. Parece que el mal se haya ensañado en esta mujer, pequeña y encorvada. ¡Cuánto dolor! 

María es un Lázaro mujer, que no está muy lejos de tantos que hacen fiestas espléndidas. Pero también están los ángeles, los humildes, que la han visitado y no la olvidan. Por supuesto, ante tanto sufrimiento, se ve la fuerza violenta del mal. Pero también la fuerza del pequeño bien fiel, que una persona puede hacer en un desierto tan grande.

 

Artículo de  Andrea Riccardi en Famiglia Cristiana del 08/01/2023

[Traducción de la redacción]