3 de junio: sesenta aniversario de la muerte del papa Juan XXIII, el hombre del encuentro. Artículo de Andrea Riccardi

Para el papa Juan, la comunidad de creyentes no es una ciudadela que hay que defender, sino que debe estar al servicio de los hombres. Estimulaba a todos a buscar lo que une y dejar a un lado lo que divide. Y a escrutar los "signos de los tiempos". "Somos hermanos", solía repetir.

El 3 de junio de 1963 moría Juan XXIII. Hoy hace sesenta años.

A pesar del tiempo que ha transcurrido, sigue siendo una figura de referencia.  La Iglesia lo proclamó santo. El papa Wojtyla, que  llevó a la Iglesia al siglo XXI, quiso unir el nombre de Roncalli al de Montini. Fue Juan Pablo II. El Vaticano II, que abrió el tiempo eclesial que estamos viviendo, fue el concilio de Juan XXIII y de Pablo VI.

Durante la guerra fría, en un tiempo eclesial de relaciones jerárquicas, el papa Juan revitalizó la dimensión de "amarse" como algo esencial en la vida de la Iglesia. El 11 de octubre de 1962, día de inauguración del Vaticano II, dijo a los fieles congregados en la plaza de San Pedro, por la tarde, desde la ventana de su apartamento: "Sigamos amándonos, amándonos así, mirándonos así cuando nos encontramos, fijándonos en lo que nos une y dejando a un lado las cosas ―si las hay― que nos pueden hacer permanecer un poco en situaciones difíciles. Pues eso: ¡Fratres sumus!". Estas palabras que dijo improvisadamente contienen todo lo que hizo que fuera llamado el "Papa bueno". Una imagen elocuente en este tiempo que se ha vuelto duro.  "Somos hermanos", era el mensaje de Juan XXIII.
 
Repetía con simplicidad, su método, que se ha propuesto muchas veces: buscar lo que une y dejar a un lado lo que divide.  Sentía el gusto de acercar a las personas, de acercar y decir palabras amables, que eran una base de diálogo y de humanidad común.

Fue el hombre del encuentro.  También como diplomático.  De hecho, fue uno de los grandes diplomáticos de la Santa Sede del siglo XX. Incluso con quienes eran hostiles, como el bloque comunista, donde la vida religiosa era perseguida, Roncalli quería "romper el hielo" para ampliar la libertad de los católicos: "Explorar todas las vías de lo imposible, con respeto y delicadeza", decía.

A su muerte, el mundo se acercó y hubo una gran participación. Parecía que católicos y no católicos habían encontrado a un padre en la Iglesia. Su  agonía fue seguida por una muchedumbre desde la plaza de San Pedro y desde todo el mundo. El papa Roncalli había tocado el corazón de mucha gente, a pesar de haber tenido un pontificado corto. Lo eligieron siendo ya anciano, en 1958, tras un papa hierático como Pío XII. Los cardenales pensaban en un pontificado de transición. Monseñor Tardini, su secretario de Estado, siempre lo había considerado, como tantos otros, un "bonachón". Se preveía que su gobierno fuera tradicional, cordial, sin novedades. Pero Roncalli introdujo un espíritu pastoral nuevo, que no se caracterizó por la conflictividad, como en los años de la guerra fría. Convocó el Vaticano II y llamó a los obispos del mundo a trazar una línea para el futuro de la Iglesia y a expresar su autoconciencia.

El 24 de mayo de 1963, ya gravemente enfermo, el pontífice manifestó espontáneamente su pensamiento a sus colaboradores. Es casi el testamento del papa Juan: "Ahora más que nunca, sin duda más que en los últimos siglos, nuestro objetivo es servir al hombre en cuanto tal y no solo a los católicos; defender ante todo y en todas partes los derechos de la persona humana y no solo los de la Iglesia católica".
 
Para el papa Juan, la Iglesia no es una ciudadela que hay que defender, sino que debe servir a los hombres,  incluidos los no católicos. De hecho, la encíclica sobre la paz,  Pacem in terris, que tanto eco tuvo en el mundo, y que el Papa publicó en 1963, antes de morir, no se dirige solo a los católicos, sino "a todos los hombres de buena voluntad". Es la primera encíclica que habla fuera del recinto católico. Roncalli sabe que para la paz hay que cooperar con todos. La Iglesia debe cambiar, porque hay "realidades nuevas". A quien lo acusa de debilidad y de ceder a la modernidad, Juan XXIII le responde indirectamente: "No es que el Evangelio cambie, es que nosotros empezamos a comprenderlo mejor". Es una gran visión, como la de Gregorio Magno, para quien “La Sagrada Escritura crece con quien la lee”. El Evangelio siempre tiene cosas nuevas que decir a todas las generaciones y en todas las situaciones.
 
Así era el papa Juan: fidelidad al Evangelio y conciencia de que hay que escucharlo y vivirlo siempre mejor en la historia. En primer lugar hablaba de "signos de los tiempos"  en el mensaje radiofónico un mes antes del Concilio. La Iglesia debe saber  leer la historia a través de los signos de los tiempos que revelan su orientación. "Quien ha vivido más tiempo y se ha visto al empezar el siglo frente a los nuevos cometidos de una actividad social que implica a todo el hombre, quien ha estado, como estuve yo, veinte años en Oriente, ocho en Francia, y ha podido conocer culturas y tradiciones diferentes, sabe que ha llegado el momento de aprovechar las oportunidades y de mirar lejos".

Roncalli, sacerdote arraigado en la sólida tradición católica, muestra que las raíces de verdad no lo llevan a cerrarse, sino por el contrario a abrirse para encontrarse con el otro.  Es el hombre del encuentro  en la Bulgaria ortodoxa, donde entabla amistad con los ortodoxos, en Estambul, laica e islámica (donde recupera la actividad ortodoxa con los judíos durante la persecución), en la Francia católica llena de ideas nuevas, pero también en la laica, e incluso en las visitas a Argelia y a Túnez. La vida del papa Juan no es un ramo de flores, sino la inspiración y el ímpetu por vivir el Evangelio en la historia, sin prepotencia, sino más bien con la iniciativa de quien quiere conocer, unir, pacificar, comunicar fe y esperanza.
 
[Andrea Riccardi]
1 de junio de 2023
 
[Traducción de la redacción]