I Estación
La traición y la amistad

Cuando llegó la hora, se puso a la mesa con los apóstoles y les dijo: «Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer; porque os digo que ya no la comeré más hasta que halle su cumplimiento en el Reino de Dios.» Tomó luego una copa, dio gracias y dijo: «Tomad esto y repartidlo entre vosotros; porque os digo que, a partir de este momento, no beberé del producto de la vid hasta que llegue el Reino de Dios.» Tomó luego pan, dio gracias, lo partió y se lo dio diciendo: «Éste es mi cuerpo que se entrega por vosotros; haced esto en recuerdo mío.» De igual modo, después de cenar, tomó la copa, diciendo: «Esta copa es la nueva Alianza en mi sangre, que se derrama por vosotros. «Mirad, la mano del que me entrega está aquí conmigo sobre la mesa. Porque el Hijo del hombre se marcha según está determinado. Pero, ¡ay de aquel por quien es entregado!» Entonces se pusieron a discutir entre sí quién de ellos sería el que iba a hacer aquello. Entre ellos hubo también un altercado sobre quién de ellos parecía ser el mayor. Él les dijo: «Los reyes de las naciones las dominan como señores absolutos y los que ejercen el poder sobre ellas se hacen llamar bienhechores; pero no así vosotros, sino que el mayor entre vosotros sea como el más joven y el que gobierna como el que sirve. Porque, ¿quién es mayor, el que está a la mesa o el que sirve? ¿No es el que está a la mesa? Pues yo estoy en medio de vosotros como el que sirve. «Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas; yo, por mi parte, dispongo un Reino para vosotros, como mi Padre lo dispuso para mí, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi Reino y os sentéis sobre tronos para juzgar a las doce tribus de Israel.
«¡Simón, Simón! Mira que Satanás ha solicitado el poder cribaros como trigo; pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos.» Él dijo: «Señor, estoy dispuesto a ir contigo hasta la cárcel y la muerte.» Pero él contestó: «Te digo, Pedro, que antes de que hoy cante el gallo habrás negado tres veces que me conoces.» Y les dijo: «Cuando os envié sin bolsa, sin alforja y sin sandalias, ¿os faltó algo?» Ellos dijeron: «Nada.» Les dijo: «Pues ahora, el que tenga bolsa que la tome, y lo mismo alforja, y el que no tenga, que venda su manto y se compre una espada. Porque os digo que es necesario que se cumpla en mí esto que está escrito: Ha sido contado entre los malhechores. Porque lo que se refiere a mí toca a su fin.» Ellos dijeron: «Señor, aquí hay dos espadas.» Él les dijo: «Basta.»
(Lc 22, 14-38)


«Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer». Estas palabras de Jesús llegan hasta nosotros y explican quizá por qué a veces, en nuestra vida, nos hemos encontrado en su mesa. No por mérito, por recursos, por capacidad, sino por un ardiente deseo del Señor mismo. Ha deseado ardientemente cenar con los suyos. Es él el que ha querido no estar solo en esta mesa. Es paradójico pero es realmente así. Mientras muchos de nosotros se avergonzarían de declarar no querer estar solos, Jesús, que todo lo puede, no esconde su deseo. De esta forma, su invitación ha llegado hasta nosotros.

Se ha sentado a la mesa con todos, también con quien le traiciona. Tomó el pan, dio gracias, se lo dio, e hizo otro tanto con el cáliz. Estaban juntos para vivir la Pascua y Jesús hablaba para que comprendieran el gran don de la cena con él. Su palabra les tocó, les turbó, y empezaron a interrogarse mutuamente. La palabra de Jesús hace que la comunidad se interrogue alrededor de la mesa. La palabra del Señor penetra en lo más profundo del corazón y de la vida. Nos hace contemporáneos de lo que está sucediendo alrededor de aquella mesa y de la pasión del Señor. A veces nos turba estar tan cerca de él. Estamos turbados ante este Señor que en Jerusalén está viviendo su Pascua. Esta turbación se manifiesta también en la fatiga en seguirle en estos momentos, cuando su enseñanza está hecha cada vez de menos palabras y de más vida vivida por él mismo. Por esto, ante el comportamiento de los discípulos, Jesús explota en un “¡Basta!”.

¿Por qué? Aquellos discípulos, a pesar de estar cerca, a pesar de haber escuchado tantas veces su palabra, no comprendían lo que le estaba sucediendo. Su corazón estaba endurecido: no lograban comprender o quizá no querían comprender. Jesús les había llamado cerca de él, a su mesa, para explicar lo que estaba sucediendo. Un momento difícil, trágico, la hora en que pasaría de esta vida a la muerte. Trataba con sus palabras de explicarles el sentido de ese momento dramático: “Es necesario que se cumpla en mí esto que está escrito: Ha sido contado entre los malhechores. Porque lo que se refiere a mí toca a su fin”.

Estaban cerca de él, estaban a la mesa con él, pero eran lejanos y no comprendían. Se acercaron y le dijeron: «Señor, aquí hay dos espadas». Querían defenderse en caso de que fuera necesario. Aquel “¡Basta!” expresa el sentimiento de Jesús ante los suyos, a los que todavía les costaba creer lo que significaba ser discípulos. Es un grito que llega hasta nosotros. Expresa el amor de un maestro humillado por la incomprensión a lo largo de sus enseñanzas. Expresa el dolor de un amigo que no se siente comprendido.

No sabemos cuándo habían comprado las espadas los dos discípulos, ni dónde las habían guardado, ni si las llevaban consigo desde Galilea en sus alforjas, por si hubiera sido necesario defenderse. El hecho inquietante es que hay espadas escondidas en las alforjas, en el corazón, en la vida de los discípulos. Estas espadas son ciertamente un signo de desconfianza y de violencia que persiste en su corazón. Manifiestan la desconfianza en la Palabra del Señor, única espada verdadera para los creyentes. Por lo demás, entre los discípulos hay con frecuencia manifestaciones de ira y de espíritu pendenciero.

De hecho, estando a la mesa surgió entre ellos una discusión acerca de quién debía ser considerado el más grande. El Señor dijo: “No sea así entre vosotros”. La discusión sobre cuál de ellos es más grande es la prueba, si fuera necesaria, de que los discípulos no han comprendido quién tienen cerca. “Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve” –dice Jesús. Por el contrario, los reyes de las naciones y los que tienen el poder y son llamados benefactores corren el riesgo de ser un modelo para los discípulos. La discusión es una forma de dar la espalda al Señor, y no darse cuenta de que él está en medio de nosotros como el que ha preparado la mesa, como el que ha lavado los pies a sus amigos. ¿Por qué discutís de esa forma? “Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve”. Pero los discípulos discuten entre ellos.

Simón Pedro se siente fuerte, cree que se las puede arreglar solo. El Señor le había hablado para que, después de ser cribado como trigo, su fe no se viniera abajo. «Señor, estoy dispuesto a ir contigo hasta la cárcel y la muerte» -dijo el apóstol. Mientras habla así, Pedro está dominado por su coraje y su idea de sí. «Te digo, Pedro, que antes de que hoy cante el gallo habrás negado tres veces que me conoces» -le rebate Jesús. Simón Pedro no acepta pasar a través de su debilidad y su pecado (“Mira que Satanás ha solicitado el poder cribaros como trigo”) para después arrepentirse y confirmar finalmente a sus hermanos. El discípulo maduro es el que pasa a través de la debilidad y del encuentro con la fuerza del mal. Pero Simón Pedro responde: «Señor, estoy dispuesto a ir contigo hasta la cárcel y la muerte».

No comprenden al Señor, porque no son ni tan pobres ni tan simples como para escuchar su palabra: deben añadir cosas, deben discutir. En medio de ellos está también la sombra de Judas. Él se sienta a la misma mesa. ¿Quién es Judas? Parece la expresión ruda del mal, alguien que por treinta denarios vende al Señor. Ese dinero es una recompensa sucia, indigna de ser conservada en el tesoro del templo. Según nuestra perspectiva, su traición se presenta tan vulgar como para parecer estúpida, sin motivo ni ventajas. En verdad, Judas lleva a sus consecuencias extremas un clima de desconfianza y desilusión que se había creado entre los discípulos: “Entre ellos hubo también un altercado sobre quién de ellos parecía ser el mayor”. Judas razona a partir del deseo de ser considerado más grande, de salir de las dificultades y de la insatisfacción venciendo a los demás. Judas manifiesta el deseo de prevalecer sobre de los demás, el gusto de envilecer a los demás, el fastidio de ser como los demás. Cuando sale del lugar donde estaban reunidos a la mesa con Jesús, obedece al deseo de vivir finalmente para sí mismo, buscando su interés a toda costa. Judas, es inútil negarlo, tiene también ganas de matar. Este rencor asesino le hace siempre lejano, diferente. Pero no es tan diferente. Siempre hay un deseo de eliminar a quien contrasta con nosotros o a quien nos inquieta, incluso en la gente común. En muchos hay este deseo de eliminar a los demás, aunque sea de forma moderada o camuflada.

Este deseo de eliminar a una persona tan buena puede parecer perverso. Es la voluntad de mostrar a uno mismo y al mundo que no hay personas mejores que nosotros. No es extraño. Existe también en el mundo, en la ciudad, en las familias, en las casas, en el trabajo, y, desgraciadamente, también en las experiencias religiosas. Está en la vida. A veces crece sin pensarlo, y se alía con muchos rencores y miedos. Se convierte en odio de grupo que manifiesta su razón de existir contra los demás. Claro, normalmente no es un deseo violento como el de Judas. Pero incluso el débil a veces alberga dentro de sí un deseo de hacer mal, de humillar al que es mejor, de apagar los testimonios. Se ve en la multitud.

 

 

II Estación
Dormir compadeciéndose de sí mismos

Salió y, como de costumbre, fue al monte de los Olivos; los discípulos le siguieron. Llegado al lugar les dijo: «Pedid que no caigáis en tentación.» Se apartó de ellos como un tiro de piedra, y puesto de rodillas oraba diciendo: «Padre, si quieres, aparta de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya.» Entonces se le apareció un ángel venido del cielo que le confortaba. Y sumido en agonía, insistía más en su oración. Su sudor se hizo como gotas espesas de sangre que caían en tierra. Levantándose de la oración, vino donde los discípulos y los encontró dormidos por la tristeza; y les dijo: «¿Cómo es que estáis dormidos? Levantaos y orad para que no caigáis en tentación.»
(Lc 22, 39-46)


¿Cómo es que estáis dormidos?”-preguntó Jesús. ¿Por qué dormían en el monte de los Olivos, donde Jesús fue con ellos como de costumbre? Les había hablado mucho de lo que estaba a punto de suceder: “Lo que se refiere a mí toca a su fin”. También les había insistido nuevamente: «Pedid que no caigáis en tentación». Pero los discípulos se durmieron. En esa situación tan tensa se distanciaron de él y se refugiaron en el sueño, dominados por la tristeza. Le habían dejado solo, creyendo ellos a su vez estar solos, presos de una situación difícil. No habían comprendido su palabra ni lo que estaba sucediendo. Estaban dominados por un sentido de tristeza.

Jesús no estaba muy lejos de ellos, a tan sólo un tiro de piedra. Conocemos la escena. Ellos dormían y él rezaba presa de la angustia. Rezaba intensamente y decía: «Padre, si quieres, aparta de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya». Era la oración de un condenado a muerte, de un hombre que espera su hora y siente el final cerca. Pero sabe que no ha sido olvidado por el Padre y se dirige a él.

Precisamente cerca del monte de los Olivos pasa el camino que va de Jerusalén a Jericó. Quizá adentrándose en aquel camino, aunque fuera de noche, Jesús habría podido salvar su vida. Quizá con aquellas dos espadas que le ofrecieron sus discípulos habría podido defenderse de los ladrones y los salteadores que infectaban el camino entre Jerusalén y Jericó, donde el buen Samaritano encontró al pasar a un hombre medio muerto. Pero Jesús no toma ese camino. Se detiene sobre esa loma, cubierta de olivos, desde la que se ve Jerusalén y desde la que se escucha el ruido de la ciudad.

Reza solo. No lleva armas ni se encuentra acompañado. Parece abandonado por todos, incluso por los que le son más cercanos. Parece abandonado por los hombres. Viéndole así es verdaderamente un hombre abandonado. Pero hay un gesto de cariño hacia aquel hombre que reza. Solamente se le aparece un ángel del cielo y le conforta. Era la respuesta de Dios a su oración. Sólo Dios no le abandonaría a lo largo de su vía dolorosa. Es la manifestación de la bondad de Dios y de su misericordia fiel. Pero la aparición de aquel ángel es también la acusación silenciosa a todo hombre y toda mujer: no había nadie que le consolara. Ha venido un ángel del cielo. Sus discípulos, dominados por ellos mismos, sentían que sufrían más, se sentían más débiles, más pobres que Jesús, y se compadecían a sí mismos. Esta es su tristeza. Cuando se empieza a compadecer a uno mismo, se olvida a los que sufren, a los enfermos, a los que están solos, a los que esperan el momento dramático de su muerte. “¿Cómo es que estáis dormidos?” Es una pregunta que se dirige también a nosotros, discípulos de Jesús en este último tiempo. Es una pregunta que nos dirige el Señor, que nos despierta y nos dice: “Levantaos y orad para que no caigáis en tentación”. Él se ha levantado y está rezando.

 

 

III Estación
Una violencia contagiosa

Estaba todavía hablando cuando se presentó un grupo; el llamado Judas, uno de los Doce, iba el primero, y se acercó a Jesús para darle un beso. Jesús le dijo: «¡Judas, con un beso entregas al Hijo del hombre!» Viendo los que estaban con él lo que iba a suceder, dijeron: «Señor, ¿herimos a espada?» Y uno de ellos hirió al siervo del Sumo Sacerdote y le llevó la oreja derecha. Pero Jesús dijo: «¡Dejad! ¡Basta ya!» Y tocando la oreja le curó. Dijo Jesús a los sumos sacerdotes, a los jefes de la guardia del Templo y a los ancianos que habían venido contra él: «¿Como contra un salteador habéis salido con espadas y palos? Estaba yo todos los días en el Templo con vosotros y no me pusisteis las manos encima; pero esta es vuestra hora y el poder de las tinieblas.»
(Lc 22, 47-53)


Desarmado por opción, rechazando las armas, incluso las de uno que estaba con él, Jesús se dirige a los armados que han venido a prenderle con espadas y palos, como se va contra un salteador. La violencia se desata. No se puede negar, hay violencia en todo hombre. Cuanto más indefenso es un hombre, más se desata contra él la violencia y parece vencerlo. Hay momentos en la historia de los hombres, pero sobretodo de los pueblos, en que la violencia parece vencer. Hay momentos también en la historia de Jesús en que la violencia parece vencer. ¿No conviene responder con violencia?

Esta es vuestra hora –dice Jesús- y el poder de las tinieblas”. Es la hora de la victoria de la violencia y del mal. Sin embargo, en los ojos y en el corazón de este hombre hay una fuerza profunda. Es la fuerza del que sabe que esta no es la última hora, que vendrá otra hora, no tan oscura, la hora que el Padre ha preparado. Sus ojos ven con la fe una hora diferente. Su corazón cree en una hora diferente, esa hora que los hombres no pueden garantizarle, que la espada no puede donarle, y que sólo Dios puede darle. En aquella hora las espadas callarán, los palos serán lanzados lejos y resplandecerá la luz de Dios. Pero ahora está oscuro. Es la hora del “poder de las tinieblas”. En esta hora, Jesús es un pequeño hombre solo y abandonado en manos de los armados. No se nos ha concedido saber lo que tiene en el corazón. Confiaba en el Señor como su única defensa. Quizá las palabras del salmo 34 pueden expresarlo: “Si grita el pobre, Yahvé lo escucha, y lo salva de todas sus angustias”.

Jesús esperaba que sus discípulos no se dispersaran durante su pasión, ante su arresto. Pero bien pronto –mientras estaba hablando- vio que la violencia les estaba dominando. No era solo el caso de Judas, uno de los Doce, que traicionó al Hijo del hombre con un beso. También y sobretodo eran los demás que le preguntaban: «Señor, ¿herimos a espada?». Al final, incluso, uno de ellos, sin esperar la respuesta, se llevó la oreja derecha del siervo del sumo sacerdote. Los discípulos no podían aceptar una renuncia tan clara al uso de la fuerza. No conseguían aceptar esa hora. No podían comprender por qué no habían rezado, no habían escuchado, por qué habían estado junto al Señor como si hubieran estado junto a sí mismos. Le habían seguido, habían estado cerca, pero, en el fondo, con el corazón estaban lejos.

Jesús dijo de nuevo: “¡Basta ya!”. Y, desde aquel momento, estuvo completamente en las manos de quienes habían venido a prenderle. Era una multitud de gente de Jerusalén: sacerdotes, jefes de los guardias del templo y ancianos. Habían venido con espadas y palos como se va contra un salteador. Tampoco ellos habían comprendido que Jesús nunca utilizaría la espada para defenderse. No habían comprendido que no habían debido ir a buscarle entre los olivos, como cuando se caza a un hombre que huye, con espadas y palos, como cuando se persigue a un salteador que se esconde. Jesús estaba en medio de ellos, en el templo, predicando, pero ellos habían venido a arrestarle de noche, como para prender a un bandido o a un violento, indefenso por el sueño. Pero le encontraron despierto y rezando, desarmado y hablando con sus discípulos.

 

 

IV Estación
La historia de Pedro

Entonces le prendieron, se lo llevaron y le hicieron entrar en la casa del Sumo Sacerdote; Pedro le iba siguiendo de lejos. Habían encendido una hoguera en medio del patio y estaban sentados alrededor; Pedro se sentó entre ellos. Una criada, al verle sentado junto a la lumbre, se le quedó mirando y dijo: «Éste también estaba con él.» Pero él lo negó: «¡Mujer, no le conozco!» Poco después le vio otro y dijo: «Tú también eres uno de ellos.» Pedro dijo: «¡Hombre, no lo soy!» Pasada como una hora, otro aseguraba: «Cierto que éste también estaba con él, pues además es galileo.» Le dijo Pedro: «¡Hombre, no sé de qué hablas!» Y en aquel mismo momento, cuando aún estaba hablando, cantó un gallo. El Señor se volvió y miró a Pedro. Recordó Pedro las palabras que le había dicho el Señor: «Antes que cante hoy el gallo, me habrás negado tres veces» y, saliendo fuera, rompió a llorar amargamente.
(Lc 22, 54-62)


Si hay una consolación para Jesús durante la pasión, es volver los ojos por un momento y ver que Pedro se acuerda de las palabras que él le había dicho. Esta consolación se produce en la casa del sumo sacerdote, en medio del patio. Pedro seguía a Jesús de lejos, y era justo que le siguiese así, pues se había alejado. Jesús se volvió y vio a Pedro, le miró, y Pedro, al encontrar la mirada del Señor, recordó su fuerza orgullosa y un tanto ridícula: poco antes había afirmado estar dispuesto a ir “hasta la cárcel y la muerte”. Quizá fue Pedro uno de los que hirió al siervo del sumo sacerdote. Pero, ¿qué significa ser fuertes, vencer, ser agresivos, prepotentes, usar la espada o ser violentos?

Ahora vemos a Pedro que se asusta de las palabras de una sierva que le dice: «Éste también estaba con él». Otro también le dice: «Tú también eres uno de ellos». Y un tercero también le dijo: «Cierto que éste también estaba con él, pues además es galileo». Bastaron estas pocas afirmaciones para que Pedro respondiese agitado: «¡Hombre, no sé de qué hablas!». Y un gallo cantó, como el Señor le había dicho.

El discípulo se hace cercano al Señor cuando llora amargamente como Pedro, porque se da cuenta de lo distante que está de él. El discípulo del Señor es grande en su debilidad. Es grande cuando se deja tocar por la mirada del Señor y por sus palabras. Es un verdadero discípulo cuando se acuerda de las palabras que el Señor le ha dicho. La fe hace llorar. Las lágrimas no parecen un gesto de valentía, pero son una expresión de fe, una petición de perdón. Con las lágrimas vuelve a florecer la fe en Pedro.

Pedro es uno de nosotros, con sus exageraciones, con su confianza en sí mismo y en su fuerza. Pero es también uno de nosotros con su recuerdo de las palabras de Jesús, y con sus lágrimas.

 

 

V Estación
Un condenado, torturado como muchos

Los hombres que le tenían preso se burlaban de él y le golpeaban. Y, cubriéndole con un velo, le preguntaban: «¡Adivina! ¿Quién es el que te ha pegado?» Y le insultaban diciéndole otras muchas cosas.
(Lc 22, 63-65)


Aquella noche Jesús fue torturado, humillado, golpeado. Tanto le vendaron que ni siquiera sabía quién le pegaba. Se burlaban de él: «¡Adivina! ¿Quién es el que te ha pegado?». Habían lanzado muchos otros insultos contra él. Aquella noche, vendado en una cárcel, fue para Jesús una noche totalmente igual a la de otros muchos condenados. Leer este Evangelio significa para nosotros recordar a este inmenso pueblo de sufrientes, de torturados, de encarcelados, de abandonados. Para nosotros que dormimos por tristeza, es un recuerdo. El mejor de los hombres, el Señor Jesús, el más grande de los hombres, ha sido un encarcelado, un abandonado, un torturado.

Ha compartido la noche larga y oscura de muchos enfermos, abandonados, de muchos prisioneros. A lo largo de los días de su vida, ha predicado para liberar a los presos y para curar a los enfermos. Al final, Jesús ha eliminado toda distancia con los que sufren, encontrándose entre los más desgraciados mientras le es arrebatada toda su dignidad. Su sufrimiento le une a la cadena ininterrumpida de los torturados y condenados sumidos en la oscuridad más absoluta y en el dolor.

 

 

VI Estación
Dios: asesinado por una ley religiosa

En cuanto se hizo de día, se reunió el Consejo de Ancianos del pueblo, sumos sacerdotes y escribas, le hicieron venir a su Sanedrín y le dijeron: «Si tú eres el Cristo, dínoslo.» Él respondió: «Si os lo digo, no me creeréis. Si os pregunto, no me responderéis. De ahora en adelante, el Hijo del hombre estará sentado a la diestra del poder de Dios.» Dijeron todos: «Entonces, ¿tú eres el Hijo de Dios?» Él les dijo: «Vosotros lo decís: Yo soy.» Dijeron ellos: «¿Qué necesidad tenemos ya de testigos, pues nosotros mismos lo hemos oído de su propia boca?»
Se levantaron todos ellos y le llevaron ante Pilato. Comenzaron a acusarle diciendo: «Hemos encontrado a éste alborotando a nuestro pueblo, prohibiendo pagar tributos al César y diciendo que él es Cristo rey.» Pilato le preguntó: «¿Eres tú el rey de los judíos?» Él le respondió: «Sí, tú lo dices.» Pilato dijo a los sumos sacerdotes y a la gente: «Ningún delito encuentro en este hombre.» Pero ellos insistían diciendo: «Solivianta al pueblo con sus enseñanzas por toda Judea, desde Galilea, donde comenzó, hasta aquí.» Al oír esto, Pilato preguntó si aquel hombre era galileo. Y, al saber que era de la jurisdicción de Herodes, le remitió a Herodes, que por aquellos días estaba también en Jerusalén. Cuando Herodes vio a Jesús se alegró mucho, pues hacía largo tiempo que deseaba verle, por las cosas que oía de él, y esperaba que hiciera algún signo en su presencia. Le hizo numerosas preguntas, pero él no respondió nada. Estaban allí los sumos sacerdotes y los escribas acusándole con insistencia. Pero Herodes, con su guardia, después de despreciarle y burlarse de él, le puso un espléndido vestido y le remitió a Pilato. Aquel día Herodes y Pilato se hicieron amigos, pues antes estaban enemistados.
Pilato convocó a los sumos sacerdotes, a los magistrados y al pueblo y les dijo: «Me habéis traído a este hombre como alborotador del pueblo, pero yo le he interrogado delante de vosotros y no he hallado en él ninguno de los delitos de que le acusáis. Ni tampoco Herodes, porque nos lo ha remitido. Nada ha hecho, pues, que merezca la muerte. Así que le daré un escarmiento y le soltaré.» Toda la muchedumbre se puso a gritar a una: «¡Fuera ése, suéltanos a Barrabás!» Éste había sido encarcelado por un motín que hubo en la ciudad y por asesinato. Pilato les habló de nuevo, con la intención de librar a Jesús, pero ellos seguían gritando: «¡Crucifícale, crucifícale!» Por tercera vez les dijo: «Pero ¿qué mal ha hecho éste? No encuentro en él ningún delito que merezca la muerte; así que le daré un escarmiento y le soltaré.» Pero ellos insistían pidiendo a grandes voces que fuera crucificado y arreciaban en sus gritos. Pilato sentenció que se cumpliera su demanda. Soltó, pues, al que habían pedido, al que estaba en la cárcel por motín y asesinato, y a Jesús se lo entregó a su deseo.
(Lc 22, 66 – 23, 25)


Hay tres palacios: el del Sanedrín, donde está reunido el Consejo de Ancianos del pueblo con los sumos sacerdotes y los escribas, el palacio de Pilato y el de Herodes. Son muy distintos entre ellos, al igual que sus habitantes. El Sanedrín es el poder religioso y Pilato es el gran poder vencedor, que viene de Roma. Herodes representa el poder de un pequeño tirano de provincia. Pilato conoce el mundo, siente dudas e incertidumbres ante aquel hombre: es sin duda más matizado, más refinado que los otros jueces de Jesús. Herodes es rudo, se alegra de encontrar a Jesús, quiere divertirse contemplando quizá un milagro, y al final se siente insatisfecho por el hecho de que Jesús no responde a nada. El Sinedrín, que ha urdido la trama, está saturado de fanatismo religioso: condena a Jesús por sus palabras. De hecho, fue condenado por su misma palabra pronunciada ante sus jueces.

Tres poderes, tres palacios: Sanedrín, Pilato y Herodes. Gente diferente, pero una única solidaridad entre ellos. Dice el Evangelio: “Aquel día Herodes y Pilato se hicieron amigos, pues antes estaban enemistados”. Se hicieron amigos sobre la sangre de aquel justo Jesús. En medio de estos palacios, ¿dónde nos situamos? Quizá somos como esa multitud alabado al Señor que entraba en Jerusalén pero que luego ha desaparecido y ya no le acompaña. Quizá somos de los que han gritado: «¡Crucifícale!», quizá sin entender de quién se estaba hablando. Es difícil situarse. Hay gente que se ha asociado a la sentencia de muerte contra Jesús sin haber entendido nada. Pero si lo decían todos, ¿por qué no decirlo? Todos insistían, ¿por qué no unirse a los que gritaban? El poder fanático, el poder ilustrado, cívico, el poder de provincia, ninguno de los poderes ha reconocido a Jesús, hasta el punto de que se han vuelto amigos aún habiendo sido siempre enemigos.

Esta es la historia del proceso de Jesús: un inocente que decía ser el Hijo del Hombre y que se sentaría a la diestra del poder de Dios. Fue condenado en base a una ley religiosa. Fue torturado por la justicia injusta de un tirano, Herodes. Fue condenado por Pilato en nombre del elaborado derecho romano. Un inocente no ha encontrado justicia ante tres tribunales.

El pensamiento se dirige hacia muchos que buscan ayuda, justicia, hacia muchos que son arrastrados ante tribunales, a veces sumarios, que son conducidos de un lugar a otro en muchas partes del mundo. El pensamiento se dirige hacia los que ejercen un poder, a menudo como Herodes o peor aún, con el fanatismo de los sumos sacerdotes, de los escribas y del Sanedrín. En esta hora de lectura de la pasión en que se ve cómo el hombre, hijo de Dios, es destruido, el pensamiento se dirige hacia el sufrimiento de muchos. Esta hora reclama una mirada más comprensiva, más partícipe, más buena, menos dura, no de extraños, no como la de quien no quiere entrometerse, no como la de quien no se siente llamado a la compasión y a la comprensión. Esta hora pide una toma de posición con fe ante la fuerza del mal que hay en nosotros y a nuestro alrededor.

El de Jesús es un proceso rápido, porque rápidamente le querían conducir a la muerte. Fue interrogado por el Sanedrín, después por Pilato, y Pilato, sabiendo que era galileo y que pertenecía a la jurisdicción de Herodes, le envió a Herodes que se encontraba aquellos días en Jerusalén para la fiesta de Pascua. ¿Cuál fue la acusación? Ser el Cristo, el salvador, que había venido para liberar a los hombres de sus cárceles, de sus enfermedades, de sus pecados, de su insensibilidad, y de su violencia: decirse hijo de Dios. «Entonces, ¿tú eres el Hijo de Dios?». Y Jesús responde: «Vosotros lo decís: Yo soy». Jesús no dice muchas palabras. Callaba ante Herodes pero también ante Pilato. Cuando éste le preguntó si era el rey de los judíos, respondió tan sólo: «Sí, tú lo dices». Pilato llegó a admitir que Jesús no tenía culpa: «Ningún delito encuentro en este hombre». Pero le condenaron porque había dicho ser el Cristo, el salvador, el hijo de Dios.

La acusación es insistente pero muy simple: Jesús subleva al pueblo, enseñando por toda Judea, después de haber empezado en Galilea. Es verdad que ha empezado en Galilea, ha llegado a Jerusalén, ha enseñado por toda Judea, pero no subleva a ningún pueblo. Abre los corazones y cura a los enfermos. No es verdad que instiga al pueblo, como dicen, no es verdad que impide que se dé el tributo al César. Es verdad que el pueblo le sigue como ovejas sin pastor que han encontrado un maestro. Jesús es inocente, y a pesar de ser inocente es castigado severamente, para dar un poco de razón al odio de la mayoría. Y el instrumento es un verdadero proceso, rápido, injusto, pero eficaz como su condena.

El grito de la multitud contra él plantea todavía una pregunta: ¿Por qué la multitud odia a quien tanto la ha amado? ¿Por qué hay tantos que no saben amar a quien les ama, y aman a quienes no les aman? ¿Por qué a veces amamos nuestra esclavitud y no amamos a quien nos ama? ¿Por qué no damos el primer lugar de nuestro corazón a quien nos ama verdaderamente?

 

 

VII Estación
La cruz de Jesús y de tantos crucificados

Cuando le llevaban, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, que venía del campo, y le cargaron la cruz para que la llevara detrás de Jesús. Le seguía una gran multitud del pueblo y mujeres que se dolían y se lamentaban por él. Jesús se volvió a ellas y les dijo: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos. Porque llegarán días en que se dirá: ¡Dichosas las estériles, las entrañas que no engendraron y los pechos que no criaron! Entonces se pondrán a decir a los montes: ¡Caed sobre nosotros! Y a las colinas: ¡Sepultadnos! Porque si en el leño verde hacen esto, en el seco ¿qué se hará?» Llevaban además a otros dos malhechores para ejecutarlos con él.
Llegados al lugar llamado Calvario, le crucificaron allí a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.» Se repartieron sus vestidos, echando suertes.
Estaba el pueblo mirando; los magistrados hacían muecas diciendo: «Ha salvado a otros; que se salve a sí mismo si él es el Cristo de Dios, el Elegido.» También los soldados se burlaban de él y, acercándose, le ofrecían vinagre y le decían: «Si tú eres el rey de los judíos, ¡sálvate!» Había encima de él una inscripción: «Este es el rey de los judíos.»
Uno de los malhechores colgados le insultaba: «¿No eres tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti y a nosotros!» Pero el otro le increpó: «¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio éste nada malo ha hecho.» Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino.» Jesús le dijo: «Te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso.»
Era ya cerca de la hora sexta cuando se oscureció el sol y toda la tierra quedó en tinieblas hasta la hora nona. El velo del Santuario se rasgó por medio y Jesús, dando un fuerte grito, dijo: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu.» Y, dicho esto, expiró.
Al ver el centurión lo sucedido, glorificaba a Dios diciendo: «Ciertamente este hombre era justo.» Y toda la muchedumbre que había acudido a aquel espectáculo, al ver lo que pasaba, se volvió dándose golpes de pecho. Todos sus conocidos y las mujeres que le habían seguido desde Galilea se mantenían a distancia, viendo estas cosas.
(Lc 23, 26-49)


Para quien tiene el corazón duro, para quien se ha vuelto malvado en el odio, en el miedo y en el orgullo, queda siempre la esperanza de encontrar al Señor Jesús. Jesús no deja nunca de hablar, ni siquiera en el momento de su muerte. Jesús contempla la escena de aquellas mujeres que se batían el pecho y se lamentaban por él, que quizá antes habían estado en medio de la multitud y quizá habían unido sus voces a la de cuantos le condenaban, como pobre gente que no sabe qué pensar. Jesús sufriente se dirige a ellas: “no lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos”. Es la invitación a buscar aquellas lágrimas que han salvado a Pedro. Es la última palabra mientras se lo llevan, mientras junto a él queda tan sólo un pobre desgraciado, Simón de Cirene, uno del campo que no comprende mucho de la vida, al que le han echado a las espaldas su cruz y debe sufrir y cansarse sin saber por qué. Qué triste e injusto es este mundo: que los jefes le humillen, que los soldados descarguen sobre él su frustración como ejecutores de órdenes, en tierra extranjera, lejos de casa. ¡Qué triste que alguien que no tiene nada que ver tenga que cargar con pesos que no son suyos! Pero él ha asumido las cargas de todos.

Repasemos los gestos de la crucifixión. No saben lo que hacen, pero lo hacen decididamente, velozmente. Le llevan fuera, le colocan una cruz para que la lleve. Le llevan hasta un lugar llamado Calvario. Había también dos malhechores. De hecho, Jesús era considerado un malhechor. Le crucifican entre dos malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda.

No sabían lo que hacían: destruían la esperanza del mundo, asesinaban al que había venido a salvar, a hablar del Evangelio, al que había venido a ayudar a los hombres, a liberar a los prisioneros, a responder a la oración de muchos, a curar a los enfermos. No sabían lo que hacían, pero lo hacían con gran decisión. Lo hacían porque habían escogido no escucharle, seguir adelante violentamente por su camino.

El final sobre la cruz parecía el naufragio de su misión. Entre las últimas palabras de Jesús hay una oración: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Jesús reza al Padre porque sólo el Padre puede perdonar la estupidez y la violencia con que matan a quien les ama. Le crucificaron fuera de Jerusalén, entre dos malhechores, en un lugar llamado Calvario. Le incluyeron entre los malhechores. La suerte de este buen hombre que amaba a todos fue la de un bandido, la de un malhechor. Mientras los reyes y los jefes de las naciones se hacen llamar benefactores, mientras la multitud manifiesta su simpatía y su solidaridad hacia Barrabás, Jesús es considerado como un poco de bueno. De él está escrito: “Todo lo ha hecho bien”. Por esto ha sido crucificado y su nombre debe borrarse de la tierra de los hombres.

El suyo es un final trágico, triste y doloroso, un final de pobre, de condenado, de perseguido, sobre la cruz, entre dos bandidos, quizá dos asesinos. ¿Es el final del Evangelio, de la aventura de Jesús con los hombres, del gran sueño de un mundo distinto? Mientras tanto, con sus últimas fuerzas, Jesús rezaba al Padre.

Hay algunas palabras que impresionan: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Golpean a un inocente y no saben lo que hacen. Hasta los asesinos del Hijo de Dios pueden ser perdonados. Si pueden ser perdonados los asesinos del Hijo de Dios, cualquier asesino, cualquier delincuente, pequeño o grande, cualquier pecador puede ser perdonado.

También nosotros. También nosotros debemos perdonar a los demás y debemos hacer que el perdón crezca en el corazón de muchos. El perdón no es un regalo que se hace a los demás. Es un Evangelio, el Evangelio de reconciliación para que no se muera más en este mundo. Jesús dice: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Hay que perdonar para que esta violencia no vuelva a desatarse nunca más así.

Las últimas palabras de Jesús son las palabras de quien se confía al Padre, parecen las últimas palabras pero son el comienzo de una nueva vida. Se pronuncian después de un sí y después de un no. El no es al Evangelio de este mundo: “Sálvate a ti mismo”. ‘No’, dice el Señor. Es un no dicho con su silencio.

El sí es al dolor de este mundo, a uno de los malhechores que le pide: “acuérdate de mí”. El último respiro es para responder sí a uno de estos malhechores: «Te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso». A continuación, en medio de la gran oscuridad que se produjo aquel mediodía, a las tres, Jesús dijo: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu».

Esta escena turbó a muchos: turbó al centurión, a los conocidos y al pueblo que regresaba a sus casas. Esta escena del Evangelio sigue turbando. Dicho esto expiró. Pensaban que habían acabado con él y que todo habría terminado. Habían tenido miedo de él, habían querido matarle, pero no habían comprendido quién era. La propuesta que le hacen es todo lo contrario a su vida, (“Sálvate a ti mismo”), lo contrario a todas sus palabras, a toda su vida hasta los últimos momentos en Jerusalén, hasta esos últimos momentos que nosotros hemos seguido: “Ha salvado a otros; que se salve a sí mismo” –le dicen. Jesús no se salva a sí mismo. Ha venido a salvar a los demás. Dios lo salvará, pero él no se defiende a sí mismo.

Si los hombres y las mujeres, si nosotros no aprendemos a dejar de salvarnos a nosotros mismos a toda costa, habrá siempre muchos crucificados, muchos torturados, habrá siempre una gran miseria y mucho pecado.

Si no aprendemos a dejar de amar nuestra propia vida de forma violenta y espasmódica, con todas nuestras fuerzas, seremos infelices y haremos infelices a los demás. Si los hombres no aprenden a dejar de amarse a sí mismos por encima de toda cosa, serán siempre prisioneros de ese amor que es fuente de dolor para los demás y para sí mismos. ¡Hay que dejarse salvar!

Jesús permanece en la cruz y quizá alguien, viéndole, empezando a escuchar el Evangelio, puede comprender como ha comprendido el “buen” ladrón, ese malhechor crucificado, que dice: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino».

Quizá alguien, viendo a este crucificado que no salva su propia vida, puede empezar a comprender. Como aquel centurión, que viendo aquel muerto dijo: «Ciertamente este hombre era justo». Hubo alguien entre la multitud que se había congregado que se puso a reflexionar sobre lo que había ocurrido, y repensándolo comprendió. Mientras tanto, sus conocidos y las mujeres asistían de lejos al acontecimiento de la muerte del Señor Jesús sobre la cruz, a la muerte de un hombre que no quería salvarse a sí mismo.

 

 

VIII Estación
De la compasión, el don de un futuro

Había un hombre llamado José, miembro del Consejo, hombre bueno y justo, que no había asentido al consejo y proceder de los demás. Era de Arimatea, ciudad de Judea, y esperaba el Reino de Dios. Se presentó a Pilato, le pidió el cuerpo de Jesús y, después de descolgarle, le envolvió en una sábana y le puso en un sepulcro excavado en la roca en el que nadie había sido puesto todavía. Era el día de la Preparación y apuntaba el sábado. Las mujeres que habían venido con él desde Galilea fueron detrás y vieron el sepulcro y cómo era colocado su cuerpo. Luego regresaron y prepararon aromas y mirra. Y el sábado descansaron según el precepto.
(Lc 23, 50-56)


Hay alguien que se acerca a Jesús cuando ha muerto. Diríamos que es demasiado tarde cuando se acerca a su cuerpo apagado.

Es José de Arimatea, junto a algunas mujeres. Pidieron el cuerpo de Jesús. José de Arimatea lo descolgó de la cruz, lo envolvió en una sábana, y lo depositó en una tumba nueva, excavada en la roca. En esa tumba todavía no había sido depositado nadie. Era el día anterior al sábado. ¿Por qué estaban allí? José de Arimatea esperaba el reino de Dios. Quizá José y las mujeres recordaban su palabra y esperaban algo.

Pero, ¿qué se puede esperar de un muerto? ¿Qué se puede esperar de un vencido? ¿Qué se puede esperar de un hombre que no ha sido capaz ni siquiera de salvarse a sí mismo? Nada, casi nada, dirían todos. Sin embargo, la vida nueva, la salvación, viene de este cuerpo muerto, de este cuerpo crucificado.

Algunos regresaron a sus casas, satisfechos de haber vencido. Algunos volvieron a casa contentos después de haberle humillado. Otros pensaban en lo que había sucedido. Pero algunos se mantuvieron cerca de este cuerpo muerto, e hicieron lo que podían hacer, es decir, casi nada. Una sábana para un muerto y una tumba, un poco de aromas no se niega a nadie. A nadie se le niega la tumba. Pero la tumba significa también final, muerte, que ya nada es posible.

Una persona buena y justo no se adhirió a la decisión de matar a Jesús: de esta no adhesión nació un gesto de compasión hacia el muerto: descolgarle de la cruz, envolverle en una sábana, y depositarlo en una tumba donde todavía nadie había sido enterrado. Del rechazo a la condena nació la piedad de las mujeres venidas desde Galilea, que seguían a José con el cuerpo de Jesús, y que regresaron para preparar aromas y aceites perfumados.

Ante el sepulcro, ante el dolor de este mundo, ante la muerte, ante el sueño de los discípulos, ante las grandes llanuras de sufrimiento y de muerte, ante la violencia ciega, queda la fe en las palabras de Jesús que se confió al Padre. “Apuntaba el sábado”, empezaba a resplandecer la luz de un nuevo día, no eran sólo las luces de una ciudad que se preparaba para el gran día del reposo, sino también las luces de una nueva hora, de un nuevo día. Ante las llanuras del dolor, ante el sepulcro y todos los sepulcros, quien no se ha adherido a la decisión de matar no está llamado sólo a llorar, sino a creer, a rezar, y a tener esperanza en la llegada de una hora diferente.

Las palabras de la oración, ciertamente, son pocas y difíciles para un corazón aturdido, poco capaz de interrogarse o escuchar. Pero el Señor ha enseñado a los suyos a rezar. Que el recuerdo de las palabras del dolor del Señor acompañe el camino, los días, la oración y los interrogantes hacia el día de la Resurrección.