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Vigilia del domingo
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Vigilia del domingo

Recuerdo de Modesta, vagabunda a la que se dejó morir en la estación de Termini, en Roma, que no fue socorrida porque estaba sucia. Con ella recordamos a todas las personas sin hogar que han muerto. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo
Sábado 31 de enero

Recuerdo de Modesta, vagabunda a la que se dejó morir en la estación de Termini, en Roma, que no fue socorrida porque estaba sucia. Con ella recordamos a todas las personas sin hogar que han muerto.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hebreos 11,1-2.8-19

La fe es garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven. Por ella fueron alabados nuestros mayores. Por la fe, Abraham, al ser llamado por Dios, obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba. Por la fe, peregrinó por la Tierra Prometida como en tierra extraña, habitando en tiendas, lo mismo que Isaac y Jacob, coherederos de las mismas promesas. Pues esperaba la ciudad asentada sobre cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios. Por la fe, también Sara recibió, aun fuera de la edad apropiada, vigor para ser madre, pues tuvo como digno de fe al que se lo prometía. Por lo cual también de uno solo y ya gastado nacieron hijos, numerosos como las estrellas del cielo, incontables como las arenas de las orillas del mar. En la fe murieron todos ellos, sin haber conseguido el objeto de las promesas: viéndolas y saludándolas desde lejos y confesándose extraños y forasteros sobre la tierra. Los que tal dicen, claramente dan a entender que van en busca de una patria; pues si hubiesen pensado en la tierra de la que habían salido, habrían tenido ocasión de retornar a ella. Más bien aspiran a una mejor, a la celestial. Por eso Dios no se avergüenza de ellos, de ser llamado Dios suyo, pues les tiene preparada una ciudad... Por la fe, Abraham, sometido a la prueba, presentó a Isaac como ofrenda, y el que había recibido las promesas, ofrecía a su unigénito , respecto del cual se le había dicho: Por Isaac tendrás descendencia. Pensaba que poderoso era Dios aun para resucitar de entre los muertos. Por eso lo recobró para que Isaac fuera también figura.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

La Carta sumerge al lector en la larga historia de fe, que empezó en tiempos antiguos, para que se sienta partícipe de ella. La larga lista ayuda al lector a entender la riqueza de esta historia y a no abandonarla. La fe –tal como la define el autor– no es un ejercicio abstracto, sino «garantía de lo que se espera; la prueba de lo que no se ve». La fe es la certeza de poseer desde ahora esa «patria mejor» (11,13.16) hacia la que nos dirigimos. Es más, la fe hace poseer hasta tal punto lo que se espera que ella misma es la prueba de lo que no vemos. Además, advierte el autor: «Por la fe, sabemos que el universo fue formado por la palabra de Dios, lo visible, de lo invisible» (v.2). Lo visible, la creación y todo lo de este mundo, han sido creados por la Palabra que, aun siendo invisible, tiene la fuerza de crear. La historia de los creyentes se inició gracias a la fe, a partir de la fe de Abel, que ofreció a Dios un sacrificio más precioso que el de Caín, para luego enumerar a Henoc, Noé, y llegar así hasta Abrahán, en quien la Carta se detiene con más amplitud. En efecto, él es el hombre creyente, es más, el padre de los creyentes: obedeció rápidamente a la llamada de Dios y dejó su tierra para ir hacia la que le había prometido Dios. No era una decisión a ojos cerrados, sino fundada en la Palabra de Dios. ¿Qué mejor fundamento que esta palabra puede garantizar un futuro a los que confían en ella? Y cuando llegó a ella no se estableció, porque «esperaba la ciudad asentada sobre cimientos» (11,10). De la fe de Abrahán ha venido una descendencia «numerosa como las estrellas del cielo, incontable como la arena de las playas», es decir, el cortejo de creyentes que confían en Dios y que esperan la patria que les ha prometido pero que ya desde ahora degustan. «En la fe murieron todos ellos, sin haber conseguido el objeto de las promesas: viéndolas y saludándolas desde lejos y confesándose peregrinos y forasteros sobre la Tierra» (11,13). Para ellos el Señor ha preparado una ciudad firme. Todos somos “peregrinos y forasteros”, porque tendemos hacia la ciudad “celestial”, la Jerusalén celeste (Ap 21). Por esto, como dice la Carta a Diogneto, los cristianos “viven en sus respectivas patrias pero como forasteros; participan en todo como ciudadanos pero lo soportan todo como extranjeros. Toda tierra extraña es su patria; y toda patria les resulta extraña”.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.