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Memoria de la Madre del Señor
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Memoria de la Madre del Señor

Recuerdo de san Felipe Neri (1515-1595), “apóstol de Roma”. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor
Martes 26 de mayo

Recuerdo de san Felipe Neri (1515-1595), “apóstol de Roma”.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Sirácida 35,1-15

Observar la ley es hacer muchas ofrendas,
atender a los mandamientos es hacer sacrificios de
comunión. Devolver favor es hacer oblación de flor de harina,
hacer limosna es ofrecer sacrificios de alabanza. Apartarse del mal es complacer al Señor,
sacrificio de expiación apartarse de la injusticia. No te presentes ante el Señor con las manos vacías,
pues todo esto es lo que prescribe el mandamiento. La ofrenda del justo unge el altar,
su buen olor sube ante el Altísimo. El sacrificio del justo es aceptado,
su memorial no se olvidará. Con ojo generoso glorifica al Señor,
y no escatimes las primicias de tus manos. En todos tus dones pon tu rostro alegre,
con contento consagra los diezmos. Da al Altísimo como él te ha dado a ti,
con ojo generoso, con arreglo a tus medios. Porque el Señor sabe pagar,
y te devolverá siete veces más. No trates de corromperle con presentes, porque no los acepta,
no te apoyes en sacrificio injusto. Porque el Señor es juez,
y no cuenta para él la gloria de nadie. No hace acepción de personas contra el pobre,
y la plegaria del agraviado escucha. No desdeña la súplica del huérfano,
ni a la viuda, cuando derrama su lamento. Las lágrimas de la viuda, ¿no bajan por su mejilla,
y su clamor contra el que las provocó?

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El autor sagrado, tras haber criticado (34, 18-26) los sacrificios falsos, exhorta a unir el culto con la observancia de la Ley. “Observar la ley es hacer muchas ofrendas, guardar los mandamientos es hacer sacrificios de comunión”. El Eclesiástico aprecia el culto, tanto que exhorta: “No te presentes ante el Señor con las manos vacías… La ofrenda del justo honra el altar, su perfume sube hasta el Altísimo”; y se exhorta al creyente a hacerlo con alegría. Pero el autor sagrado insiste: “hacer limosna es ofrecer sacrificios de alabanza” y además: “un sacrificio de expiación es apartarse de la injusticia”. Esta doble atención al culto y a la observancia de la ley y de la práctica del amor está muy presente en esta página, como en las proféticas. Su cumplimiento sucederá con Jesús que hace del amor a Dios y al prójimo el cumplimiento de toda la ley. Observar los mandamientos del Señor, vivir una religión sin mancha, socorrer a los pobres y a los débiles, es el verdadero culto que es necesario presentar al Señor. Las palabras del Eclesiástico evocan las de Oseas (6, 6), retomadas por Mateo: “Misericordia quiero, que no sacrificio” (12, 7). Se perfile así la verdadera religión: el creyente que observa todo lo que pide la Palabra de Dios “no se presenta ante el Señor con las manos vacías” porque lleva ante Dios todo lo que le ha indicado que cumpla. El Evangelio ensanchará los caminos de la misericordia hasta no tener ya ningún límite. Jesús sitúa la misericordia en el centro de la predicación del Reino: el culto a Dios consistirá en el bien hecho a los necesitados, por ello lo ofrecido se mide con la generosidad que se dirige a los pobres, con la mano tendida a quienes sufren el hambre y la desnudez, con la cercanía a todos aquellos que necesitan ayuda y consuelo. Para Jesús la misericordia es el modo mismo de ser de Dios. El Señor, que no hace distinción entre personas y a todos concede su amor, ante todo “escucha la oración del oprimido”, del huérfano y de la viuda. También el discípulo, si quiere estar en presencia de Dios, debe vivir de esta misma misericordia.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.