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Vigilia del domingo
Palabra de dios todos los dias

Vigilia del domingo

Oración por la unidad de los cristianos. Recuerdo especial de las antiguas Iglesias de Oriente (siro-ortodoxa, copta, armenia, etíope, siro-malabar) y de la Iglesia asiria. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo
Sábado 20 de enero

Oración por la unidad de los cristianos. Recuerdo especial de las antiguas Iglesias de Oriente (siro-ortodoxa, copta, armenia, etíope, siro-malabar) y de la Iglesia asiria.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Marcos 3,20-21

Vuelve a casa. Se aglomera otra vez la muchedumbre de modo que no podían comer. Se enteraron sus parientes y fueron a hacerse cargo de él, pues decían: «Está fuera de sí.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Jesús vuelve a la casa de Cafarnaún. Y de inmediato se reúne una gran muchedumbre alrededor suyo, hasta el punto de impedirle incluso comer. Es siempre esa muchedumbre de necesitados por la que Jesús se conmueve y por la que no parece darse paz. Esta escena evangélica interroga la pereza que muchas veces marca nuestra vida. ¿Cuántas veces nos dejamos llevar por nuestros ritmos personales, los que responden a nuestras exigencias, posponiendo completamente la consideración sobre si los demás necesitan ayuda? No debemos ser siempre y sólo nosotros la medida de nuestros días y de nuestras preocupaciones. El Señor nos ha confiado hermanos y hermanas, pobres y enfermos, de los que debemos hacernos responsables. Y si nuestra vida adquiere ese ritmo también nosotros escucharemos las mismas críticas que se dirigían a Jesús de parte de sus familiares: "¡Exageras! ¡No puedes pensar sólo en los demás!", y así sucesivamente. Y no pocas veces se recibe también la acusación de "buenismo", como a veces se dice. Jesús ha conocido directamente estas acusaciones. Pero nunca se ha alejado de la obediencia a la voluntad del Padre. Tenía doce años cuando, incluso a María y José, que lo buscaban preocupados, les respondió: "¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi padre?" Sus parientes llegan incluso a decir que está "fuera de sí", que está loco, y tratan de llevárselo para devolverlo a la normalidad, a la monotonía de la indiferencia. Sin embargo, el Evangelio es como un fuego que quema y que mueve. Es la fuerza del amor que lleva siempre a "salir" de nosotros mismos, de nuestro pequeño horizonte para acoger el de Dios.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.