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Vigilia del domingo
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Memoria de San Policarpo, discípulo del apóstol Juan, obispo y mártir (( 155). Leer más

Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo
Sábado 23 de febrero

Memoria de San Policarpo, discípulo del apóstol Juan, obispo y mártir (( 155).


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hebreos 11,1-7

La fe es garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven. Por ella fueron alabados nuestros mayores. Por la fe, sabemos que el universo fue formado por la palabra de Dios, de manera que lo que se ve resultase de lo que no aparece. Por la fe, ofreció Abel a Dios un sacrificio más excelente que Caín, por ella fue declarado justo, con la aprobación que dio Dios a sus ofrendas; y por ella, aun muerto, habla todavía. Por la fe, Henoc fue trasladado, de modo que no vio la muerte y no se le halló, porque le trasladó Dios. Porque antes de contar su traslado, la Escritura da en su favor testimonio de haber agradado a Dios. Ahora bien, sin fe es imposible agradarle, pues el que se acerca a Dios ha de creer que existe y que recompensa a los que le buscan. Por la fe, Noé, advertido por Dios de lo que aún no se veía, con religioso temor construyó un arca para salvar a su familia; por la fe, condenó al mundo y llegó a ser heredero de la justicia según la fe.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

La Carta a los Hebreos sumerge al lector en la larga historia de fe, que empezó en tiempos antiguos, para que se sienta partícipe de ella. La larga lista ayuda al lector a entender la riqueza de esta historia y a no abandonarla. La fe ~tal como la define el autor~ no es un ejercicio abstracto, sino "garantía de lo que se espera; la prueba de lo que no se ve". La fe es la certeza de poseer desde ahora esa "patria mejor" (11, 13.16) hacia la que nos dirigimos. Es más, la fe hace poseer hasta tal punto lo que se espera que ella misma es la prueba de lo que no vemos. Por lo demás, advierte el autor: "Por la fe, sabemos que el universo fue formado por la palabra de Dios, lo visible, de lo invisible" (v. 2). Lo visible, la creación y todo lo de este mundo, han sido creados por la Palabra que, aun siendo invisible, tiene la fuerza de crear. La historia de los creyentes se inició gracias a la fe, a partir de la fe de Abel, que ofreció a Dios un sacrificio más precioso que el de Caín, para luego enumerar a Henoc, Noé, y llegar así hasta Abrahán, en quien la Carta se detiene con amplitud. En efecto, él es el hombre creyente; es más, el padre de los creyentes: obedeció enseguida a la llamada de Dios y dejó su tierra para ir hacia la que le había prometido Dios. No era una decisión a ojos cerrados, sino fundada en la Palabra de Dios. ¿Qué mejor fundamento que esta palabra puede garantizar un futuro a los que confían en ella? Y cuando llegó a ella no se estableció, porque "esperaba la ciudad asentada sobre cimientos" (11, 10). De la fe de Abrahán ha venido una descendencia "numerosa como las estrellas del cielo, incontable como la arena de las playas", es decir, el cortejo de creyentes que confían en Dios y esperan la patria que les ha prometido, pero que ya desde ahora degustan. "En la fe murieron todos ellos, sin haber conseguido el objeto de las promesas: viéndolas y saludándolas desde lejos y confesándose peregrinos y forasteros sobre la Tierra" (11, 13). Para ellos el Señor ha preparado una ciudad firme. Todos somos "peregrinos y forasteros", porque tendemos hacia la ciudad "celestial", la Jerusalén celeste (Ap 21). Por esto, como dice la Carta a Diogneto, los cristianos "viven en sus respectivas patrias pero como forasteros; participan en todo corno ciudadanos pero lo soportan todo corno extranjeros. Toda tierra extraña es su patria; y toda patria les resulta extraña".

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.